Un problema en segundo plano
El de la inseguridad no es un problema nuevo en la Argentina; por el contrario, lo venimos padeciendo desde hace muchos años y está entre las principales cuestiones que la gente considera necesario resolver con urgencia. Se sabe que en cualquier país del mundo resulta imposible erradicar absolutamente el delito, pero lo que sorprende en la Argentina no solo es la facilidad con la que los delincuentes hurtan, roban y matan, sino además el desdén, el temor o la incompetencia que los gobernantes tienen a la hora de abordar el problema y brindarle una solución.
La temática de la inseguridad es como una cadena en la que cada eslabón representa una etapa diferente, y en ella intervienen distintos órganos y niveles de autoridades. Pues no sirve ocuparse únicamente de cada una de esas etapas, sino que es necesario hacerlo simultáneamente en todas. El primer eslabón es la prevención. Allí la responsabilidad recae en las autoridades ejecutivas de la Nación y de las provincias con sus respectivas fuerzas policiales, y particularmente en estas últimas si se trata de robos, hurtos, daños, violaciones y homicidios.
El segundo eslabón es la legislación penal. Aquí la responsabilidad está compartida entre el Congreso de la Nación y las legislaturas provinciales, porque si bien la sanción del Código Penal (en el que se deben tipificar las conductas delictivas y establecer sus penas) corresponde constitucionalmente al Congreso nacional, a las legislaturas provinciales les compete dictar los códigos de procedimientos. El tercer eslabón es la aplicación de las penas, y allí intervienen el Poder Judicial de la Nación o de las provincias, según sean, respectivamente, delitos federales, por un lado, o comunes y ordinarios, por el otro, tales como la mayoría de los homicidios, robos, hurtos y violaciones.
Por último, el cuarto eslabón es la ejecución de las penas, etapa en la que también hay concurrencia de responsabilidades entre la Nación y las provincias, porque si bien la sanción de la ley de ejecución de penas es atribución del gobierno central, las cárceles deben ser construidas y administradas por este último en el caso de las cárceles federales, y por las provincias en el caso de las locales. De modo que el tema de la inseguridad es lo suficientemente amplio como para que, en su solución, sea necesario armar un plan sistemático y abarcativo, en el que tienen que participar los tres órganos de gobierno y el Ministerio Público Fiscal, en el nivel nacional y en el local.
Con relación a las autoridades nacionales, si bien les corresponde legislar en materia penal (tipificando delitos, imponiendo penas, estableciendo pautas para su ejecución, determinando la edad de imputabilidad y regulando el régimen de libertad condicional y de reincidencias, entre otras cuestiones), además les cabe marcar un rumbo en materia de seguridad, definiendo si la política va a ser apoyar a las fuerzas policiales que deben cuidarnos de los delincuentes, o si se va a continuar con la política de protección sistemática de estos últimos –como lo hizo el kirchnerismo durante la larga noche que comenzó en 2003–, sosteniendo que son víctimas de una sociedad que no los comprende y que no les ha dado oportunidades.
Todo pareciera indicar que, desde el 10 de diciembre, hubo un cambio de rumbo en esta cuestión; sin embargo es esta, por ahora, una hipótesis infundada. No hay más que analizar los mil artículos que, en las más diferentes temáticas y disciplinas, integran las dos “supernormas” enviadas al Congreso (DNU y proyecto de ley ómnibus), para advertir que, aun siendo Patricia Bullrich la ministra del área, no hay referencia alguna a la problemática de la inseguridad más que para definir los alcances de la legítima defensa.
La rutina sigue su curso y todos los días se perpetran hechos de violencia; pero cada tanto aparece alguno más dramático que hace sonar el despertador: ahora fue el asesinato salvaje de la niña Uma Aguilera, hija de un custodio federal de la ministra Bullrich. Pues no importa quién es la víctima; importa que existió, importa que murió e importa, también dramáticamente, que, por lo que se advierte, para el Gobierno no hay necesidad ni urgencia en resolver este flagelo social que continúa asolando a la sociedad argentina.
Ojalá que, después de la muerte de Umma, el tan repetido eslogan según el cual “el que las hace las paga” deje de ser un enunciado hueco y se convierta en medidas concretas que apunten a endurecer las penas, a revisar la edad de imputabilidad y en un implacable accionar policial y judicial cuyo objetivo sea, de una buena vez, que el miedo cotidiano que tenemos los ciudadanos cambie de lado y empiecen a tenerlo los malvivientes a la hora de pensar en las consecuencias que puede aparejarles delinquir.
Abogado consitucionalista; profesor Derecho Constitucional UBA