Un principio olvidado: la idoneidad
Nuestra Constitución contiene un principio destinado a asegurar la eficacia del aparato del Estado. Es el principio de la idoneidad. Pero ha sido olvidado.
La Constitución menciona la idoneidad en su artículo 16 cuando dice: Todos los habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad. Eso es todo. Al expresarse con tanta discreción, casi tímidamente, sobre este principio crucial de la Constitución, ¿habrán presentido los constituyentes de 1853 lo difícil que resultaría cumplimentarlo?
Amiguismo o excelencia
Los empleos públicos a los que se refiere el artículo 16 no son los cargos electivos, que están sujetos a la decisión soberana de los ciudadanos. Pero los cargos electivos son apenas la espuma de la gran ola del Estado. Inmediatamente debajo de ellos ruedan los decisivos engranajes de la burocracia. La red de jueces, embajadores y altos oficiales civiles, militares y policiales que cuidan de la cosa pública caen rigurosamente bajo el principio olvidado.
La raíz de la palabra idoneidad es el latín id, lo mismo, del cual vienen identidad e ídem. El Diccionario de la Real Academia lo define así: idóneo, adecuado y apropiado para una cosa. Marca de este modo una suerte de identidad entre la persona idónea y aquello para la cual ha sido nombrada. En el lenguaje de hoy diríamos que la persona idónea es funcional: que se adecua, que es apropiada al fin que sirve. Que es un auténtico funcionario.
Ahora se comprende el juego de valores que diseñaron los constituyentes en el artículo 16. Empezaron por decir que los habitantes son iguales ante la ley. Esta igualdad se traduce, entre otras cosas, en que nadie gozará de privilegios cuando de llenar un empleo público se trate. Pero hay una condición para llegar a él: la idoneidad. Lo cual significa que el artículo 16 dice, en el fondo, que lo único que torna desiguales a los habitantes cuando de cubrir vacantes públicas se trata, es la idoneidad. Ni el dinero, ni la clase social, ni la religión, ni la ideología, ni la proximidad al partido gobernante deben influir en los nombramientos. Lo único que debe influír es la capacidad, el mérito. Ni la aristocracia ni la oligarquía, pero tampoco un igualitarismo perfecto. En Atenas, los cargos públicos se sorteaban entre los ciudadanos. He ahí la perfecta igualdad. Pero la Constitución de 1853, ratificada en 1994, establece otro sistema. La meritocracia. Somos iguales, salvo en la idoneidad.
Hay dos interpretaciones posibles de la idoneidad. Podemos establecerla como un requisito mínimo que, una vez llenado, deja en manos del Gobierno la facultad discrecional de escoger entre aquellos que lo llenan. Es como si se exigiera un 4, un aprobado, para ingresar en el Estado, de modo tal que a partir de ese piso el Gobierno quedase en libertad de elegir entre todos aquellos que, ya hubieran obtenido un 4 o un 10, superen el modesto umbral.
Este es el sistema del amiguismo limitado. Autoriza al Gobierno a elegir a sus amigos, pero no a todos, sino solamente a aquellos que tengan un mínimo de condiciones de idoneidad. Un embajador que no sepa idiomas o un juez que no sepa Derecho, no calificarían.
Esta es la concepción minimalista de la idoneidad. Pero hay también una concepción maximalista: que no se elija entre todos los idóneos sino solamente entre aquellos que son los más idóneos para el cargo. Este segundo criterio restringe severamente la libertad de opción del Gobierno, porque lo obliga a escoger sólo entre los que sacaron un 10. Un embajador sin largo entrenamiento diplomático o sin condiciones excepcionales para representar al país, un juez que no sea de los mejores y los más respetados en su área de especialización, no calificarían.
¿Cuál de estos dos criterios beneficia más a los ciudadanos? La respuesta es obvia. No queremos ser servidos por jueces, embajadores y altos oficiales civiles, militares o policiales de nivel 4 sino de nivel 10. No queremos la mediocridad sino la excelencia de los servidores del Estado. Esta ha sido la intención de los constituyentes de 1853, que no estaban pensando en fundar una nación sino una gran nación.
Olvido y después
El escándalo que generó el juez Héctor Ramos con su conducta abusiva trajo a la luz pública lo que sólo algunos iniciados conocían: cómo se producen los acuerdos del Senado a los candidatos a jueces que presenta el Poder Ejecutivo. Al lado de este otro escándalo, Ramos queda apenas como un niño descarriado.
Entre 1983 y 1997, el Poder Ejecutivo ha presentado algo más de 1400 propuestas de jueces. Más de 1200 de ellas fueron aprobadas. El senador Bittel, presidente de la comisión de acuerdos del Senado, aclaró que esta masa de acuerdos fue posible porque, siendo él del partido oficial, su razonamiento era el siguiente: si vienen del Gobierno, han de estar bien. A lo cual el senador Cafiero, miembro relativamente nuevo de la Comisión, agregó que ahora se publican las candidaturas en algunos medios de comunicación por unos días. Si nadie se opone, se las aprueba. Esto se parece a los edictos que se clavan en las puertas de las iglesias para anunciar las parejas por casarse: allí se advierte a los lectores del anuncio que hablen ahora o callen para siempre.
Por lo visto, en vez de examinarlo con rigor, se presume que el candidato es bueno a menos que alguien demuestre lo contrario. Con este método, el Congreso se ha visto y se verá obligado a echar por juicio político a aquellos mismos que había aprobado.
¿Ha de admirar entonces que tengamos, una tras otra, amargas sorpresas frente a escandalosas conductas judiciales? Cuando pregunté en Harvard cómo era que allí se encontraban los mejores alumnos que es posible encontrar, se me respondió con estas sencillas palabras: tenemos los mejores porque sólo admitimos los mejores. ¿Podrían decir lo mismo aquellos cuya grave responsabilidad ha sido escoger a nuestros jueces? Si el criterio que ha prevalecido no es ni siquiera el amiguismo limitado sino el amiguismo absoluto, ¿qué podía esperarse? El currículum del juez Ramos era una serie de páginas en blanco. Ni siquiera un 4.
El nuestro ha sido un amiguismo absoluto y bilateral. Hoy por ti, mañana por mí. Así funcionó desde 1983 la comisión de acuerdos bajo la influencia gravitante de su vicepresidente pero verdadero conductor, el caudillo don Vicente Saadi. Lo único que parecía preocupar a oficialistas y opositores era que el otro bando no obtuviera más de lo acordado.
Tanto el ministro de Justicia, Elías Jassan, como la oposición diagnostican ahora que lo que estaba mal era el mecanismo del sistema de designaciones. Al viejo método de propuesta presidencial seguida de acuerdo del Senado lo sucederá el Consejo de la Magistratura, un organismo donde estén representados no sólo políticos sino también expertos, que elevará una terna al Ejecutivo de la cual éste extraerá el candidato al acuerdo del Senado. El Consejo no intervendrá en los nombramientos para la Suprema Corte. Pero es, al menos, otra letra. ¿Será también otro espíritu? Durante doscientos años, en los Estados Unidos se nombraron los jueces superiores con nuestro viejo sistema de acuerdos. Pero nadie ha pensado en cambiarlo porque allí la opinión pública sigue de cerca las proposiciones del Ejecutivo, lo que da lugar a un debate nacional que condiciona el voto de los senadores. Sin un espíritu que supere el amiguismo bilateral, ¿servirá el Consejo de la Magistratura para otra cosa que para ocultar mejor lo inconfesable?