Un presidente firme en la oscilación
Alberto Fernández, el presidente que nunca miente, arrancó su discurso ante la asamblea legislativa con una mentira. Se dirá que en verdad (sic) las mentiras fueron incontables, que cuando habló de porcentajes y festejó “una de las reactivaciones industriales más veloces del mundo” lo difícil fue encontrar algo cierto, no una mentira. Pero esta es, quizás, la más interesante, porque fue la única referencia doctrinaria que hubo en toda la pieza. Ni con la propia doctrina el Presidente evita enredarse en tergiversaciones.
Fernández les pidió a los argentinos confianza en las personas que los rodean y en la sociedad. En ese contexto citó a Perón. “Para un argentino nada debe ser más importante que otro argentino”, parafraseó. Entonces dijo: “Así Perón hace muchos años quiso poner fin a la discrepancia social que muchos sembraban”.
Un auténtico disparate.
La discrepancia social no la sembraron “muchos”. La sembró uno solo. O por lo menos uno solo fue el que con eso armó una “doctrina”, la vociferó, enlistada, en Plaza de Mayo y le dio jerarquía bíblica. “Para un peronista no puede haber nada mejor que otro peronista” dispuso el general. Sexta de las Veinte Verdades Peronistas que anunció a la multitud desde el balcón de la Casa Rosada el 17 de octubre de 1950 “para que mueran felices en su defensa si fuera necesario”. Dos décadas más tarde, cuando no conseguía controlar a la guerrilla peronista que él mismo había fogoneado y que giraba bajo el slogan “Perón o muerte”, a esa verdad, la sexta, le hizo el retoque: el 17 de octubre de 1973 dijo que “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”. Saltó del sectarismo explícito al ecumenismo fraterno sin escalas.
Dada la brevedad y sobre todo la ineficacia del período ecuménico (que culminó cuando el líder murió, la vicepresidenta Isabel Perón asumió el mando y la Triple A -preliminar- desarrolló de manera artesanal el terrorismo de estado), citar a Perón como émulo de Mahatma Gandhi sólo se justificaría si se quisiera utilizar el precedente para reflexionar sobre la evolución ideológica, para admirar la maduración de un líder que sobre el final de su vida se abraza con el enemigo al que había tenido un año preso (Balbín) y reconsidera, por lo menos fraseológicamente, el leit motiv de la democracia. Pero no fue el caso.
Alberto Fernández adoptó la costumbre de aludir a los que son de afuera del peronismo, igual que Cristina Fernández, mediante pronombres indefinidos. “Para refrescarles la memoria a algunos y algunas”, encabezó despectivamente la vicepresidenta el domingo pasado su catarata de tuits destinada a recordar su primera opinión sobre la invasión de Crimea, ocultar la segunda opinión y esquivar un pronunciamiento sobre la guerra de Ucrania. Ahora resulta que Perón enfrentó las divisiones que “muchos” sembraban, cita más extraña aún en un discurso de una hora y media tan magro en próceres como en historia anterior a Macri, tan escaso de ideas como de precisiones.
El asunto parece anecdótico pero no lo es. Porque de eso se trataba esta comparecencia presidencial ante la asamblea legislativa. De la tramitación de la unidad y las divergencias dentro del peronismo y de las tolerancias e intolerancias con los demás, con los opositores. El gobierno de los Fernández está frente a un desafío político inusual para el peronismo. En un Congreso muy ajustado necesita respaldar dentro de pocas horas un acuerdo con el FMI del cual no se termina de conocer la letra chica, pero cuyas grandes pinceladas bastaron para dividir –aunque sin formalizarse la división- a las bancadas oficialistas. Lo que haga la oposición, cuyo voto de apoyo es reclamado por el FMI, resulta, crucial para que el acuerdo no flaquee más de lo que ya flaquea. Un gobierno que viene de perder las elecciones y necesita recuperar la confianza doméstica e internacional no arrancaría bien su difícil segunda mitad si el acuerdo con el Fondo saliera respaldado por una escueta minoría parlamentaria. ¿Por qué Alberto Fernández se dedicó entonces ante la asamblea legislativa a zamarrear a la oposición con su repertorio clásico de diatribas en lugar de, al menos, copiar las verónicas de su mentora y hablar de Crimea cuando el tema es Ucrania?
La explicación más escuchada dice que el Presidente considera que debe atender primero al público díscolo amigo, al kirchnerismo y a esa implacable jefa que hasta le indica a micrófono abierto cuándo tiene que pedir un minuto de silencio por los muertos de una guerra que ella no reconoce. Pero tal vez haya un atolladero argumentativo antes que una sesuda movida táctica. Perón ha sido en el siglo XX el gran sembrador de lo que hoy se llama la grieta, siembra que siguió el modelo aplicado por Rosas en el siglo XIX y que al empezar el siglo XXI pusieron en valor los Kirchner. El concepto, archiconocido, consiste en declarar enemigo al adversario, asimilarlo con la antipatria y culparlo de todos los males habidos y por haber.
Fernández, probablemente el presidente más oscilante de la historia, visitó ya el lado de la pluralidad y la práctica de la negociación política (sobre todo al comienzo de la pandemia) antes de militar, con raptos de autonomía, en la complacencia del kirchnerismo contestatario. Es decir, el otro extremo, la democracia de bajas calorías, refractaria de a ratos del capitalismo. Pero en los últimos tiempos dos aspectos de la realidad fulminaron la ambigüedad requerida para ese bamboleo indeciso: casualmente, el acuerdo con el FMI y la guerra de Ucrania. En ambos asuntos, regidos los dos por calendarios externos, Fernández se vio obligado a pararse en algún momento en un lugar determinado. Claro que su gusto por la contradicción no se esfumó por completo. Con retórica populista barnizó el ajuste que ya está en curso y con la ayuda del multilateralismo, que sería una especie de poligamia internacional, fue y vino en política exterior todo lo que pudo. Pero ambos asuntos tienen otra característica más acuciante: dividen el frente interno del gobierno en términos profundos y no hay camuflaje que alcance.
Perón cambió la sexta verdad peronista en 1973 pero no consiguió con ello convencer a quienes habían ido por el camino de la lucha armada de que había que representar políticamente esa corrección “doctrinaria”. Si Perón no pudo, parece un poco difícil que Alberto Fernández pueda convertirse en un líder que de golpe domestica al peronismo radicalizado de hoy, el kirchnerismo, y a la vez seduce a la oposición a la que el gobierno culpa de todo y a la que dos veces al año amenaza con penalidades criminales. Es cierto que la violencia política fue superada y que las ideologías hoy son más holográficas que consistentes, pero igual es posible advertir que no resulta sencillo pasar en forma instantánea de un método político binario a una pluralidad edulcorada.
Fernández debe haber advertido esa dificultad y, quién sabe, decidió continuar con la inercia. La inercia de culpar a los otros de todo. Incluso a esos malvados que obligaron a Perón a dividir el país y a sentenciar que para un peronista no hay nada mejor que otro peronista.