Un presidente en la picota
Apogeo y caída del cordobés Miguel Juárez Celman
No todos los aciertos y graves errores que hace poco más de un siglo consumaron los principales protagonistas recobran actualidad o paralelismo. Aunque fuera de esa tentación a lo Plutarco, la mirada hacia aquel abismo abierto en 1890 merece un detenido repaso y, más que eso, hasta una reflexión individual y doméstica. Así, toda incorporación de lo que fuimos servirá para ajustar la identidad de lo que verdaderamente somos, para preservarnos de petulancias inútiles y generar la necesaria vocación de la autocrítica.
En distinto grado, aquella crisis de 1890 tuvo que ver con las decisiones sin mesura y con los sucesos encadenados a otras medidas inapropiadas que, finalmente, se derrumbaron. Gobernaba el cordobés Miguel Juárez Celman, concuñado de Julio A. Roca, a quien sucedió, y con quien conformó la cara del "unicato". De él siguió las obras fantásticas y el desarrollo progresista (ferrocarriles, puertos y algunos lujos, como el coqueto edificio de Obras Sanitarias de la calle Córdoba), que significaban portentosos desembolsos. Con esa política –seguramente desmesurada– que equivalía a gravosos empréstitos, el argentino se introdujo en la vanagloria de un peligroso mundo financiero. El escalonamiento de créditos extranjeros y una euforia que años más tarde condenaría un sesudo análisis de Juan Bautista Justo presagiaban lo peor (tanto, que a Juárez Celman le fue imposible controlar la situación cuando ya lo habían motejado El Burro, por decirle incapaz, inculto y hasta necio). Es tan cierto que como político fracasó rotundamente, como que aquellos juicios irreverentes eran injustos: algunos historiadores consideran que en otras circunstancias habría sido un buen presidente, ya que "era preparado y bien intencionado". Pero no le bastó.
Argentinos lujosos
Poco antes de que llegara el momento más crucial de su gobierno, los argentinos hicieron suyo un torpe afán de lujo y ostentación que las crisis económicas que se desencadenarían–-a propósito de los ciclos de los desaciertos– no lograron sepultar definitivamente (La superioridad, el poder, afán eterno). Según el historiador Emilio Vera y González, continuador de la enciclopédica Historia Argentina, de Vicente Fidel López, el cronista contemporáneo de esos sucesos y luego ministro en la segunda presidencia de Roca, "para sostener esa riqueza ficticia se exageró el crédito y se abusó de él hasta extremos increíbles; los bancos abrían sus arcas con una prodigalidad que rayaba en la demencia, sin que fuesen necesarios otros requisitos a los postulantes que una recomendación oficial o de un particular que pasase por acaudalado…".
El juego, por ejemplo, se extendió por el país. La fiebre invadió el mercado de valores en los dos últimos años de esa década donde nadie hablaba de operaciones normales y "se había convertido en un gran garito en el que no se hacía más que jugar, y casi siempre con ventaja, pues las operaciones eran dirigidas por uno a modo de sindicato de tahúres de alta categoría". Julio Martel lo retrató con pinceladas literarias dramáticas en su novela La Bolsa , donde describió el acalorado recinto al que aludía así: "Allí estaba la flor y nata de la sociedad de Buenos Aires mezclada, eso sí, con la escoria disimulada del advendicismo en moda".
Al inaugurar el tercer año del mandato, el presidente Juárez Celman arrastró hasta el Congreso su precavido mensaje del 1º de mayo de 1888, vivo retrato de un alborotado estado económico y financiero del país. "Os debo dar cuenta de un acto cuya trascendencia no escapará a vuestra alta penetración (dijo quejumbroso). El juego de diferencias sobre el valor relativo de las monedas nacional de oro y de curso legal, y las operaciones de pase, han alcanzado ya a unas sumas fabulosas. Se hacen operaciones a razón de más de mil millones de pesos oro por año –se alarmó el presidente–, lo que exagerando desmesuradamente la demanda de oro en el mercado, contribuye a la depreciación del valor de los billetes de banco de curso legal". Señaló algo que, sin embargo, estaba a la vista: la industria y el comercio comenzaban a resentirse, pero su advertencia retumbó en el vacío. Nadie ayudó y la ceguera no consiguió luz cuando la catástrofe estaba encima.
Claro que el presidente -según el cariz de los inmediatos resultados- se equivocó. Recurrió a la sucesión de empréstitos y cuando estos ya no llegaron, decidió lo peor: emitió más papel moneda, es decir, precipitó el caos.
Presidente al fracaso
Cuando asumió a la primera magistratura del país, Juárez Celman tenía 42 años y gozaba del gran prestigio que logró por haber gobernado (1880-1883) prolijamente su provincia. También había sido parlamentario en Córdoba, provincia a la que representó más tarde en el Senado de la Nación.
¿Pero cómo llegó a la Presidencia de la República?
Había candidatos de galones encumbrados como el ministro de Relaciones Exteriores de Roca -Bernardo de Irigoyen-, quien se bajó del cargo para ponerse en campaña, y en boca de muchos estaba Dardo Rocha, gobernador de la provincia de Buenos Aires y fundador de su diseñada y flamante capital. Pero ya se sabe qué pasa con los gobernadores bonaerenses que se postulan para presidentes: despiertan los celos federales de las provincias chicas que le preparan el gambito al sillón de Rivadavia.
Entonces se amalgamó un acuerdo de provincias, como en 1880, es decir, que el elegido les garantizase la representación de sus ideales y sobre todo de sus intereses. Hubo acuerdo en que Juárez Celman tenía condiciones "excepcionales" de buen administrador y su provincia había progresado ostensiblemente bajo su mando. Nadie podía sospechar en su rotundo fracaso de años después.
Desde otra óptica y una vez pasado lo peor del huracán, se pudo leer: "El Congreso argentino se ha dejado avasallar durante diez años, durante dos administraciones...", según se convenció en 1891 el jurisconsulto Osvaldo Magnasco, quien reflexionó largamente sobre la génesis de la crisis y con lo que extendió culpas que no son unipersonales pero sí repetitivas.
En realidad, Juárez Celman no había hecho otra cosa que enancarse en la carrera de gastos emprendida por Roca que le valieron al general varias acusaciones de las que se defendió ante el Congreso en 1885. "Si se ha gastado mucho, ahí está en capital activo de la Nación", sostuvo. Se sospechaba que la altura cultural de la población llegaría una vez consagrados los esfuerzos en el crecimiento económico –así fuera endeudándose– o porque como lo dijo Eduardo Wilde, ministro de Roca, cuando se le preguntó por la universalidad del sufragio, señaló que era "el triunfo de la ignorancia universal".
Además, los bienes aludidos por Roca eran tan ciertos como la cadena de endeudamientos, mayoritariamente con Inglaterra en tiempos de su sucesor, y que, como dijo José Luis Romero en Las ideas políticas en Argentina , esas "inversiones de capital inglés adquirían forma de empréstitos que era necesario servir, y la deuda exterior alcanzó muy pronto cifras fabulosas que comprometían la estabilidad financiera del Estado y, sobre todo su propia autonomía". Vino la Revolución del Parque, que aunque sofocada, provocó la renuncia de Juárez Celman. Juró su vicepresidente, Carlos Pellegrini, cuando los bancos nacionales estaban saqueados (el nuevo presidente fundó el Banco de la Nación).
Recordando aquél caos y aludiendo a sus secuelas, Juan B. Justo escribió en LA NACION en 1891 aquello de que "lo que no pudieron los ejércitos lo ha podido entre tanto el capital inglés".