Un presidente de papelón en papelón
Hasta ahora, la excepcionalidad argentina consistía en las equivocadas decisiones económicas. Alberto Fernández acaba de agregarle al país un presidente excepcionalmente extraviado, injusto en sus descripciones y confuso en sus aseveraciones. La suma de tales desvaríos construye un país con pocas expectativas de futuro, que es el dato más relevante en cualquier medición sobre el estado de la sociedad. El Presidente provocó un malestar continental con dos apariciones públicas en apenas 48 horas. Brasil, México y Perú le reclamaron por cosas que había dicho mal; solo de algunas se retractó. El debate no consiste en descifrar de dónde vienen los argentinos, como quiso explicar erróneamente el Presidente, sino hacia dónde van. Y en cuántos se van del país o se quieren ir. Nadie habla de este éxodo argentino en dosis que se produce cada diez años.
Si bien Octavio Paz habló de que los argentinos descienden de los barcos, fue Carlos Fuentes el que le dio una fórmula escrita elegante e irónica: “Los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos de los barcos”. Era una ironía cariñosa de dos de los más célebres escritores que dio la lengua española. No fue nunca la conclusión de un estudio demográfico; fue solo humorismo literario. Alberto Fernández le atribuyó a Paz, premio Nobel de Literatura, una frase ofensiva: “Los mexicanos descienden de los indios, los brasileños de la selva y los argentinos de los barcos”. Ni Paz ni Fuentes (ni Martín Caparrós, citado por Fuentes) hablaron ni escribieron nunca de “indios” ni de “selva”, que fueron los giros más despectivos; tampoco de Brasil ni de brasileños. Al día siguiente, reconoció que la frase era de Litto Nebbia. Confundir a un premio Nobel con un rockero argentino (por más méritos que tenga la obra de Nebbia) señala las limitaciones intelectuales del Presidente o las de sus colaboradores, si es que fueron estos los que le acercaron la falsa frase que le adjudicó a Octavio Paz.
¿Cuál Alberto Fernández es el verdadero? ¿Qué quiso decir? ¿Cuándo o dónde estaba el pensamiento real del Presidente?
El Presidente se convirtió de pronto en una caricatura de la arrogancia argentina. Los dos países más grandes de América Latina vienen de los indios o de la selva, pero los argentinos vienen de Europa. El papa Francisco suele repetir una vieja broma sobre los argentinos: “¿Sabe cómo se suicidan los argentinos? Se suben a su ego y se lanzan al vacío”. ¿No es eso lo que hizo Alberto Fernández, aunque haya sido (valga el oxímoron) un suicidio involuntario? Ya el año pasado, el Presidente había exhibido el egocentrismo argentino cuando estaba hablando de la pandemia: “El mundo, de alguna manera, nos envidia”, dijo sobre los resultados locales de la peste. Seis meses después, la Argentina figura entre los países con más muertos y contagiados por millón de habitantes.
Todas las fuentes indican que esos despistes presidenciales provocaron un ataque de furia de su mentora y vicepresidenta, Cristina Kirchner. No solo la enfureció el error, sino también que su ahijado político haya deshecho el camino recorrido por ella. Para la expresidenta, la colonización española fue una obra de genocidas; por eso, la estatua de Cristóbal Colón (un genovés al servicio del reino de Castilla) terminó tirada en el patio trasero de la Casa de Gobierno en los últimos años de su presidencia. Debe reconocerse que Cristina se equivoca en qué dice (y en qué piensa), pero no en cómo lo dice. Dice bien lo que piensa mal.
Nadie reparó, a todo esto, en el incómodo momento que el mandatario argentino le hizo pasar al presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, que estaba al lado de Alberto Fernández cuando este cometió el desvarío verbal. Justo las cámaras de televisión no captaron el rostro de Sánchez en el instante en que Alberto divagaba sobre indios y selvas. A pesar de que Sánchez construyó una coalición extravagante en España, él pertenece al establishment del Partido Socialista, la organización política que más tiempo gobernó la democracia de España. Para la diplomacia española hay tres países especialmente importantes en América Latina: México, Brasil y la Argentina. Ya sea por las numerosas colectividades españolas o por la inversión de empresarios de España en esos países, lo cierto es que México y Brasil no son indiferentes para ningún gobierno español. Sánchez no hizo ni dijo nada, pero una mala racha lo colocó en el momento inoportuno y en el lugar inadecuado. Gracias, Alberto.
La otra particularidad argentina es el exitismo. Alberto Fernández lo cultivó, al día siguiente del escándalo con México y Brasil, cuando felicitó por el triunfo al “presidente electo” de Perú, Pedro Castillo. Quería llegar primero, antes que cualquier otro, corriendo en auxilio del supuesto vencedor. No había entonces presidente electo en Perú, porque ninguna autoridad electoral peruana había anunciado un vencedor en la infartante segunda vuelta de las elecciones presidenciales. No lo hay todavía, cuando la diferencia entre Castillo y Keiko Fujimori es de apenas 50.000 votos. Pero Castillo va primero por esa mínima diferencia y alguien (¿quién?) le aseguró al Presidente que el resultado es inmodificable. La consecuencia fue una formal nota de protesta de la cancillería peruana al gobierno argentino por los dichos del Presidente. La familia Bolsonaro había manifestado su queja en las redes sociales. Pero no solo los Bolsonaro se ofendieron; el nacionalismo brasileño, que es casi unánime en su sociedad y en su dirigencia política, estaba erizado contra Alberto Fernández. Hasta el Partido de los Trabajadores, la organización del expresidente Lula da Silva, deslizó su malestar. La prensa mexicana criticó duramente al presidente argentino y describió su frase como racista y discriminatoria. El expresidente de México Felipe Calderón dijo que la frase de Alberto “era más propia de Cantinflas que de Octavio Paz”. El gobierno de López Obrador prefirió enfadarse en silencio.
Nada le fue suficiente. Un día después dijo un discurso confuso en el que habló de tierras improductivas y criticó a sus dueños porque las guardan para que las hereden sus hijos. No se sabe si promovió la reforma agraria (que había descartado 48 horas antes) o si anunciaba una ola de expropiaciones. O si solo volvía a divagar sobre lo divino y lo humano como hacen los argentinos (o hacían hasta antes de la pandemia) sentados en un café. Lo cierto es que el derecho a la propiedad privada es también una garantía constitucional de los que heredan. Dos días antes había asegurado que él estaba dispuesto a distribuir “tierras fiscales improductivas” para que nadie lo acuse de “hacer una reforma agraria”. Después, ya no habló de tierras fiscales, sino de propiedades privadas que serán heredadas y que podrían ser utilizadas ahora por los que necesitan viviendas. ¿Cuál Alberto Fernández es el verdadero? ¿Qué quiso decir? ¿Cuándo o dónde estaba el pensamiento real del Presidente? En una coalición en la que no faltan los que sueñan con una revolución, un discurso de esa naturaleza puede abrir las puertas de la justicia social por mano propia.
Alberto Fernández se transformó en una persona decidida a agradar a quien tiene delante de él. La alusión a los mexicanos y brasileños fue un intento de decirle a Pedro Sánchez que él es como los españoles. También la Argentina y los argentinos. No había necesidad. Ningún dirigente español desconoce la enorme influencia de la colectividad española en la Argentina. La felicitación a Castillo fue un gesto desesperado para quedar bien con quien cree que será el próximo presidente de Perú. Erró y se apresuró. Rectificó y se disculpó en algunos casos. De un país de escritores como Borges y Cortázar; de científicos como Houssay, Leloir y Milstein (todos premios Nobel), y de deportistas como Jorge Valdano, con sólida formación intelectual e inquebrantable sentido común, se espera un presidente que diga bien lo que quiere decir. Sin confusiones, sin ofensas y sin disparates.