Un presidente contra el capitalismo
Después de que la economía argentina basculara en los últimos diez años entre el estancamiento y la recesión, Alberto Fernández llegó por fin al diagnóstico: la culpa es del capitalismo. En un foro ruso –cómo no– sobre los avatares económicos del mundo, el Presidente señaló que “el capitalismo no dio buenos resultados” y se indignó frente a la pobreza y la desigualdad. El mandatario sembró así en el mismo territorio que cultiva gran parte de la dirigencia argentina (la peronista, pero no solo la peronista), que les atribuye al libre mercado, a la ley de la oferta y la demanda y a los empresarios la culpa de los males argentinos. La Argentina sufre niveles inéditos de pobreza y de desigualdad, pero más fríos e indiferentes que el capitalismo resultaron Cristina Kirchner y Sergio Massa; los dos caciques del Congreso acordaron un aumento de salarios del 40 por ciento para el Poder Legislativo. Es la política incapaz de mirarse en el espejo la que hace los diagnósticos y ofrece, por lo tanto, los peores remedios.
El capitalismo es el único sistema económico que le dio al mundo un largo período de prosperidad y bienestar. Su alternativa, el socialismo promovido por la Unión Soviética, terminó en un ruidoso fracaso que derrumbó al propio régimen que lo tutelaba. Es cierto que el capitalismo tal como lo conocíamos se transformó en los últimos años. Aparecieron un capitalismo financiero sin gobernanza política en la globalización y un capitalismo de las nuevas tecnologías que promovió deslumbrantes progresos en la historia de la humanidad. De las diez empresas con mayor volumen en Wall Street en 2020, siete son tecnológicas: Apple, Microsoft, Amazon, Alphabet (casa matriz de Google), Facebook, Tencent y Alibaba. Entre las tres restantes, una es de energía (Aramco); otra es Tesla, la fábrica norteamericana de automóviles eléctricos, y la tercera es Berkshire, el conglomerado empresario de Warren Buffet. Ese es el mundo al que se enfrenta la Argentina, y no se acomodará a él con discursos propios de hace 20 o 30 años. Aquí es distinto: Gobierno y sindicatos ahuyentaron a los “unicornios” argentinos, a los innovadores locales de nuevas tecnologías. Los asusta el futuro, no el capitalismo.
La pobreza y la desigualdad, ciertamente lacerantes, no son consecuencias de los que invierten, sino de los que gobiernan
Una parte importante de la sociedad argentina se dejó llevar por ese discurso antiempresario, del que ahora Alberto Fernández, antiguo asesor de empresas, es el nuevo vocero. Los poderosos sindicatos peronistas también contribuyeron a la creación de un clima social en el que los empresarios son la bestia negra. La contradicción es evidente: los empresarios son los que pueden invertir, dar trabajo y agrandar la planta de afiliados de los gremios. Los sindicatos fueron en otros países los más interesados en incorporar a los trabajadores al aprendizaje de las nuevas tecnologías. Aunque la robotización y la inteligencia artificial son fenómenos imparables, lo cierto es que también son instrumentos que, hasta ahora, deben ser proyectados, fabricados en parte y programados por seres humanos. Es probable que se haya roto el pacto histórico entre el capitalismo tradicional y los trabajadores por la aparición de un nuevo capitalismo, pero la confección de un acuerdo renovado es la única solución posible. Predicar contra el capitalismo, sin aportar soluciones realistas a sus eventuales defectos, es puro parloteo populista que insiste en la ruina.
¿Quién invertirá en el país si su presidente dice que el problema es el capitalismo? ¿Dónde pondrán el dinero los dueños de capital y qué harán los trabajadores que dependen de esos capitalistas? El gasto público del Estado argentino es casi la mitad del PBI y lo único que ha logrado hasta ahora es convertirse en una lamentable industria de pobres. Millones de argentinos no están preparados para trabajar en el viejo ni en el nuevo capitalismo. Ese es el problema, y no el capitalismo por sí mismo. La pobreza y la desigualdad, ciertamente lacerantes, no son consecuencias de los que invierten, sino de los que gobiernan. Echarle la culpa a un sistema económico es la manera más cómoda de absolver de culpa y cargo a los que gobernaron el país. De indultar a los que despilfarraron los buenos años de la soja; a los que no supieron ver que la crisis de principios de siglo había dejado a una generación a la intemperie (sin trabajo y sin preparación), y a los que se refugian en un nacionalismo anacrónico y en un pasado que no se repetirá.
Es imposible saber definitivamente si las palabras de Alberto Fernández ante el dictador ruso, Vladimir Putin, expresaban su pensamiento profundo o si fue solo una manera de acomodarse al que lo escuchaba. Rusia ya no practica el sistema económico soviético, pero su capitalismo es un capitalismo de amigos. El peor capitalismo, si es que el Presidente quería criticar al capitalismo. Incluso China creó un sistema de capitalismo de Estado mezclado con el respeto a las normas del capitalismo occidental. Entre tantos y desopilantes errores que cometió, Donald Trump tenía razón cuando decía que China se llevaba la producción de las mejores empresas norteamericanas. Ninguna empresa norteamericana se va a un país que no la respeta.
Pero ¿en qué cree el Presidente? Hace un par de meses, en París, Alberto Fernández había asegurado, con otras palabras, todo lo contrario: “No tengo empacho en decir que soy europeísta”, afirmó, y agregó: “Francia expresa lo mejor del capitalismo”. Estaba delante de Emmanuel Macron, presidente de Francia, no de Putin. ¿Reescribe el discurso según el oído del que lo escucha? La Europa actual es hija del capitalismo y Francia es un país capitalista. Pongámonos de acuerdo: ¿el capitalismo no dio buenos resultados, como el Presidente dijo ante Putin, o la experiencia capitalista de Europa es el mejor ejemplo para los políticos que no saben hacia dónde ir? De la respuesta a esa pregunta depende qué sucederá en la pospandemia argentina y, sobre todo, la suerte de los que padecen la penuria, la inflación y el desempleo.
En un diálogo directo con Putin, el Presidente le agradeció al autócrata ruso el envío de vacunas a la Argentina “cuando el mundo nos negaba las vacunas”. Una cosa es agradecer, que es lo que corresponde; otra cosa es la destrucción de la verdad por la lisonja. Nadie le negó la vacuna a la Argentina. En todo caso, el Presidente debería averiguar qué hizo su entonces ministro de Salud, Ginés González García. AstraZeneca aceptó firmar con un socio argentino, tal como se lo pidió el gobierno local. Después, ese laboratorio tuvo muchos problemas en el proceso de investigación y desarrollo de la vacuna. El conflicto con Pfizer es un misterio que no se aclaró todavía, pero la empresa les aseguró a legisladores argentinos de la oposición que no pidió aquí nada que no haya pedido en el resto del mundo. Y el mundo la compró.
González García acotó a su vez que “los periodistas están enamorados de Pfizer”. En rigor, los periodistas están enamorados de las vacunas y de la verdad. Es necesario saber por qué no llegó a la Argentina la vacuna que llevó a Israel a la pospandemia y que está haciendo lo mismo, aunque compartiendo el mérito con el laboratorio Moderna, en los Estados Unidos. El único laboratorio que aclaró desde el principio que no podía asumir compromisos con el resto del mundo hasta terminar de inmunizar a los norteamericanos fue Moderna. El inmunizante de este laboratorio fue financiado por el Estado norteamericano.
El problema argentino con las vacunas tiene una explicación relativa, aunque cercana, en las recientes definiciones del Presidente. El capitalismo no es una buena solución, salvo cuando es una solución buena para los amigos.