Un poder conservador y pragmático
Después de décadas de aislamiento y foco en los desafíos domésticos, China se ha convertido -incluso a su pesar- en un actor internacional influyente. En efecto, en las dos últimas décadas su histórico peso geopolítico se complementó con una presencia económica creciente.
En una primera etapa, el vehículo de ingreso en la economía global fue la abundante disponibilidad de mano de obra que alentó la entrada masiva de inversiones extranjeras cuyo propósito fue producir bienes con destino principal a los mercados de los países desarrollados. Pero con el paso del tiempo los canales de influencia se diversificaron: el rápido crecimiento económico chino se transformó progresivamente en un factor clave en los mercados de commodities y, gracias a la acumulación de grandes superávits en cuenta corriente, China se convirtió en un importante proveedor de financiamiento al resto del mundo.
Esta evolución de China ha creado nuevas fuentes de tensión internacional. Pero también ha sido funcional (y complementaria) a desarrollos en otras regiones del mundo. En este sentido la relación con Estados Unidos resulta particularmente ilustrativa: si bien la intensificación de los vínculos comerciales con China tuvo un impacto significativo sobre algunos sectores industriales y alimentó el déficit comercial de Estados Unidos, también sirvió para consolidar las ventajas globales de empresas norteamericanas que integraron cadenas de valor en China y otros países del este de Asia.
Cabe destacar que estas interdependencias se desarrollaron en coexistencia con regímenes políticos internos y formas de gobernanza económica muy dispares. Si bien el ingreso a la OMC limitó la discrecionalidad de algunas políticas internas en China (principalmente en el ámbito comercial), también redujo la capacidad de Estados Unidos de tomar represalias unilaterales (como ocurría, por ejemplo, cuando el Congreso norteamericano tenía que votar anualmente la extensión del trato de nación más favorecida a China). El resultado es que subsisten, y subsistirán, diferencias considerables en los mecanismos de gobernanza económica que seguirán siendo una fuente de tensión en el futuro. Lo mismo ocurre en forma magnificada en el ámbito de la política interna.
En este contexto, la pregunta clave no es si habrá tensiones, sino cuán disruptivas éstas serán para el "orden" internacional actual. Si bien un escenario de alto conflicto no puede descartarse, lo más probable es una tensa convivencia como la que ha tenido lugar en los últimos años. El aumento en los niveles de vida y la creciente diferenciación social en China probablemente seguirán incrementando las presiones internas por un sistema político más transparente y -tal vez- más organizado según la lógica occidental. Pero no parece razonable esperar cambios radicales en el mediano plazo: la estabilidad interna no puede sino ser la preocupación clave para un gobierno que rige los destinos de 1300 millones de habitantes.
Tampoco parece razonable pensar que Estados Unidos tensará la cuerda demasiado: hay un matrimonio de conveniencia que ha funcionado. Los intereses económicos comunes se han multiplicado y ambos gobiernos comparten una inclinación "conservadora" más que de reforma radical del orden internacional o de "victoria" de uno sobre otro. El pragmatismo, nuevamente, tiene muchas chances de salir victorioso. En este contexto, las visiones épicas sobre un nuevo orden internacional, tan en boga entre nosotros, parecen poco aconsejables.
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