Un planeta amenazado
Los números rojos del contador luminoso en el hall de la sede de las Naciones Unidas en Nueva York se mueven a una velocidad provocativa. El último dígito cambia tan rápido que apenas se puede ver. El penúltimo permanece por un instante perceptible, aunque su único significado es que cambia, contagiando vertiginosamente al siguiente. Sin embargo, son los primeros números rojos de la fila los realmente importantes. Tienen un significado agobiante, que nos obliga a abstraernos de nuestras preocupaciones cotidianas para tomar conciencia de un fenómeno de otro modo invisible. Es el contador de población de las Naciones Unidas. Por supuesto, no está allí para festejar los nacimientos, sino para infundir preocupación. Para hacernos ver lo que no se ve. Para hacernos tomar conciencia de las implicancias del acelerado incremento de la población mundial.
En la mañana del 31 de octubre pasado se anunció que había nacido el inocente niño que ha hecho llegar la población mundial a 7000 millones de habitantes. La noche de ese mismo día ya había 63.000 almas más sobre el planeta. Este vértigo nos sume por un momento en la amarga sensación de que nos acercamos a una explosión social, a un caos mayor del que nos hemos acostumbrado a tolerar. Pero ¿cuál sería el problema de una población muy grande si ésta pudiera alimentarse y atenderse como nos gustaría que nos atendieran y alimentaran a nosotros mismos?
El sordo rumor que nos rodea es que eso no es posible. O si lo es, lo será a costa de algo de lo que no estaremos contentos a renunciar. Esa percepción está alimentada por una realidad: más de 1000 millones sufren de hambre y carecen de agua suficiente. Tal vez otros 1000 millones más están subalimentados y no tienen razonable educación ni atención médica. Limitar la población no necesariamente solucionaría estos problemas, pero sería una razonable medida para hacerlo más posible. China ha aplicado una política férrea de control de la natalidad multando a quienes tienen un segundo hijo, aunque ahora se sospecha que puede existir una población no declarada de grandes proporciones. El control de la natalidad es una idea maldita para muchos, porque priva a los pobres de un derecho que ejercen los ricos, o porque representa el interés de los países más desarrollados para contener el crecimiento de los menos desarrollados.
Sin embargo, abierta o secretamente, todos desearían que los números rojos se detuvieran pronto y la población del planeta se estabilizara. Eso no va a suceder por ahora. Hasta los más optimistas creen que crecerá todavía durante las próximas décadas antes de estabilizarse, si es que eso ocurre en algún momento. Las proyecciones son tan variables que uno puede dejarse arrastrar alternativamente por la esperanza o por el pánico: 12.000 millones es ahora una cifra que no puede descartarse para este siglo.
Sin embargo, la aceleración del tiempo es tanto demográfica como tecnológica y el consumo per cápita ha crecido incluso en una proporción mayor. Veinticinco años es la edad de un universitario que apenas acaba de recibirse. Cincuenta años es la edad de un profesional maduro, la edad que nos tranquiliza que tenga el médico que nos atiende. Sin embargo, sólo 50 años atrás, cuando muchos de nosotros recién habíamos nacido, el mundo tenía 3600 millones de habitantes: la mitad que hoy. En 1911, hace 100 años, la edad de muchas personas aún vivas, el mundo tenía 1700 millones; o sea, la cuarta parte que hoy. Cuando nació Sarmiento, hace 200 años, con la Argentina misma, el mundo tenía 1000 millones de habitantes.
Por vertiginoso que se revele el crecimiento de la población, es sólo una parte de un problema más complejo. Porque los 7000 millones de habitantes de hoy no son equivalentes a los 1000 millones de habitantes de Sarmiento multiplicados por 7, en tanto que el consumo de energía y recursos naturales de un ser humano de hoy es enormemente mayor que el de entonces. Ramón Folch calcula que el habitante promedio de Estados Unidos consume energía equivalente a la energía de subsistencia de 200 seres humanos. En estos términos, la población es hoy probablemente el equivalente a más de 35.000 millones de habitantes de 1810. Aunque este cálculo no puede ser preciso, es plausible. Basta tomar nota de que en EE.UU. el consumo energético anual per cápita es de 12.000 watts, en tanto que en Europa es de 6000. En China, el promedio es de 1500 y en la India es de 1000, pero en Bangladesh es sólo de 300. En cualquier caso, el cálculo se tornaría insostenible si consideráramos que los actuales 7000 millones de habitantes asumieran el estilo de vida de los Estados Unidos, consumiendo el doble que los europeos y cuatro veces más que la mayoría.
En 1998, el ETH Zurich, el Instituto Federal Tecnológico Suizo, propuso como posible el modelo de una sociedad desarrollada que reduzca su consumo anual per cápita hasta los 2000 watts sin perder calidad de vida. El proyecto, llamado 2000 Watts Society, fue adoptado como guía por la ciudad de Basilea en 2001.
Desde este punto de vista, no es sólo el aumento de la población mundial lo que amenaza depredar los recursos naturales y desestabilizar el clima, también lo es, e incluso en mayor medida, el estilo de vida y de consumo que las sociedades adoptan como modelo para su futuro.
Además del contador de población, debería colocarse en el hall de las Naciones Unidas un contador del consumo energético para cada una de las principales naciones, poniendo así en evidencia la responsabilidad o irresponsabilidad de sus gobiernos.
Si alguna vez hemos de controlar voluntaria o compulsivamente la población, con tanta más razón deberíamos controlar el consumo de energía y las consiguientes emisiones de dióxido de carbono de cada país. La paja en el ojo ajeno no debería impedirnos ver la propia realidad.
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