Un plan del que todos dudan
PARIS.- No se ha hablado mucho del impacto en el resto de América del Sur del Plan Colombia, el programa norteamericano que promueve una intervención militar a medias en ese país latinoamericano. Washington ha estado discutiendo si el envío de 1300 millones de dólares en asistencia mayormente militar -ya fueran helicópteros, armas, programas de adiestramiento- permitirá que disminuya el volumen de drogas disponibles en el mercado norteamericano, y si contingentes de soldados de los Estados Unidos podrían ser arrastrados a la lucha entre el ejército colombiano y los grupos rebeldes que controlan las regiones donde son producidas las drogas.
Sin embargo, cómo afectará esa política al propio Estado colombiano ha sido en Washington una preocupación de segundo orden, y apenas si se ha discutido allí lo que esa política, además, significará para el futuro de las relaciones norteamericanas con el resto de América del Sur.
Entre las instituciones a las que les incumben las relaciones entre los países occidentales, el Consejo de Relaciones Exteriores de Chicago, que desde hace 30 años auspicia la serie de conferencias bienales del Consejo Atlántico, ha sido el único que incorpora a los sudamericanos a un debate político en el que generalmente predominan los norteamericanos y europeos. La más reciente Conferencia Atlántica, celebrada a principios de noviembre en Puerto Rico, donde la serie comenzó en 1970, aportó una sobria contribución sudamericana al diálogo político norteamericano obsesionado por Washington. Los planes de Washington respecto de Colombia dieron paso a un debate que generó profundas ansiedades.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, la influencia de Washington sobre el resto del continente americano fue ejercida sin presiones. Los Estados Unidos habían dominado América Central y los Estados isleños del Caribe desde principios del siglo XIX. México había planteado el mayor desafío a las ideas e intereses de los Estados Unidos con su revolución de 1910 y su posterior expropiación de las industrias petroleras. La atención que Washington les prestaba a las naciones del Cono Sur fue principalmente comercial hasta 1940. Desde el punto de vista económico, los principales Estados sudamericanos estaban tan ligados a Europa como al coloso del Norte. La Segunda Guerra Mundial cambió esa situación, y la influencia europea, en gran medida, se disipó. Washington estaba sumamente interesado en la seguridad estratégica de la región, y en los recursos latinoamericanos de mucha demanda.
Esos miramientos durante la época de la guerra, dilatados por la Guerra Fría, trajeron aparejada la creación de la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1948, lo cual confirmó una esfera de influencia norteamericana de hecho que perdura hasta hoy. En los últimos años, los lazos económicos se afianzaron aún más. Las exportaciones de los Estados Unidos a América del Sur aumentaron más del 40 por ciento entre 1991 y 1999, y el incremento de las inversiones norteamericanas es aún mayor. El académico argentino Felipe de la Balze, miembro del Consejo de Relaciones Internacionales de su país, señaló en la Conferencia Atlántica de este año que el éxito del Nafta y el acuerdo general en América del Sur respecto del llamado consenso de Washington en materia de integración económica y expansión comercial han creado un clima muy favorable para la cooperación entre los Estados Unidos y América del Sur. De la Balze sostuvo que la región (aparte de América Central) "está lista para que los Estados Unidos adopten una enérgica iniciativa regional" para consolidar las relaciones no sólo en materia de comercio e intercambio, sino en lo que respecta a ideas e instituciones. Sin embargo, son numerosos los latinoamericanos que critican a los Estados Unidos por sus agresivas políticas antinarcóticos, en gran medida unilaterales. El requisito del Congreso norteamericano de que "se certifique" que los países latinoamericanos cooperan para combatir el narcotráfico -so pena de sufrir sanciones económicas- es considerado particularmente humillante y enfurece a más de uno.
Según algunos de los participantes de la conferencia de Puerto Rico, eso hizo posible que los narcotraficantes, así como los rebeldes de extrema izquierda, aliados de hecho de los barones de la droga, se presenten como los defensores de la soberanía nacional. El Plan Colombia, enérgicamente promovido por el gobierno de Clinton, encontró poco respaldo en América latina. Quienes lo critican sostienen que al militarizar e internacionalizar el conflicto, el plan amenaza con fusionar la guerra antinarcóticos con la traumática lucha civil que se ha libra durante gran parte de los últimos cincuenta años en Colombia.
El resultado de todo eso podría ser la destrucción del propio Estado colombiano. Los críticos afirman que, al suprimirse toda posibilidad de llegar a un acuerdo político con los rebeldes, la intervención norteamericana debilitará al legítimo gobierno de Colombia y, paralelamente, empujará a los cocaleros y transportistas hacia los países vecinos, lo cual instalará allí la misma anarquía política y criminalidad.
Afortunadamente, en Washington surgen ahora ciertas dudas. El 16 de noviembre último, el presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara, Benjamin A. Gilman (republicano por el Estado de Nueva York), que anteriormente apoyaba el Plan Colombia, expresó que había cambiado de parecer y que ahora piensa que los Estados Unidos están a punto de cometer un "grave error".
Un nuevo gobierno norteamericano pronto asumirá el poder, y probablemente sea uno que no crea que se debe intervenir en los conflictos civiles ajenos. El nuevo presidente norteamericano, sea quien fuere, debería prestar atención a las advertencias sudamericanas.