Un peronismo de derecha para salvar la ropa
Un populismo que se queda sin plata, luego se queda sin votos y al final se queda sin pueblo. Así como el triunfo en las urnas les otorga a los populistas una suerte de razón automática –justifican con ello cualquier capricho, extremo o disparate–, una paliza comicial les birla el banquito y la coartada, y les desarticula hasta la lengua. Encarnar a “las grandes mayorías” desde una minoría flagrante se vuelve arduo e inverosímil. El andamiaje discursivo se derrite, y entonces suele sobrevenir un impúdico striptease, que en este caso específico desnuda la sociología entera del grupo: dentro de algunos kirchneristas conviven al mismo tiempo el cinismo y el fanatismo más pueril, el oportunismo de la hora y la locura mesiánica. Esta facción consagró como cultura interna el camelo; han sostenido consciente y sistemáticamente un perpetuo tinglado de mentiras, y están cebados porque esta praxis les resultó exitosa: muchos de sus acólitos, frente a la tribuna o a los zócalos televisivos, deciden acatarlas siempre con fe ciega. Extraordinario aporte a la verdad ha producido, por lo tanto, la vocera vicepresidencial Fernanda Vallejos. En sus audios antológicos, la legisladora camporista dijo, completamente en serio, que “por la boca de Cristina Kirchner habla el pueblo argentino” y sugirió, un día después, que la cuarentena fue mal manejada y que hubo suicidio económico y una política sanitaria con resultados letales, y que los críticos estaban en lo cierto. Esto era lo que creía el corazón del kirchnerismo, mientras ordenaba lapidar mediáticamente a quienes se atrevían a formular esas mismas advertencias. Hipocresía y perversión de alto vuelo.
Un gobierno emparchado, una tregua con una suerte de campaña “juntos pero no revueltos” puede ser una salida para dos figuras que se odian y necesitan
La diputada Vallejos desarmó de este modo, aunque inconscientemente, la gran jugada de autoexculpación que puso en marcha su mentora. La carta de Cristina Kirchner tenía por objeto apartarse de la catástrofe y definir un único culpable –Alberto– y también un único tema de disputa pública: el salario real. Con este monólogo ocultaba tras bambalinas otros culpables y otros temas espinosos. Para empezar, al gobernador Axel Kicillof, piedra basal sobre la que ella intentó levantar su nueva iglesia: la demoledora elección demostró que los votantes no valoraron en el “bastión” su administración de la pandemia, y sancionaron su lejanía, su empecinamiento en cerrar escuelas, su completa ineptitud en materia de seguridad y un discurso refractario al progreso, al mérito, y sobre todo al trabajo, que para los niños bien del “Estado total” son preocupaciones del neoliberalismo. Además de que se habían licuado los sueldos y las jubilaciones, recordemos que quebraron decenas de miles de pymes y comercios merced a su tozudo enamoramiento por el encierro, y que se perdieron vertiginosamente empleos en negro en las áreas más sensibles del conurbano. Kicillof lo hizo, pero con la anuencia de su jefa y la inestimable asesoría del kirchnerismo puro. Toda esta temática quedó escondida detrás de la misiva, pero Vallejos tuvo la amabilidad de sacarla a relucir en su tercer mensaje grabado. No se trataba solo de practicar –con desequilibrios mayúsculos y total falta de credibilidad y de consensos amplios– este keynesianismo de cementerio, sino de revisar todos y cada uno de los dislates que se militaron con enjundia, y fueron castigados sin piedad. Dicho sea de paso: llenar los bolsillos de papel pintado es más fácil que generar empleo y riqueza genuina, algo que esta oligarquía de Estado –sin experiencia en la vida real– no reconoce como demanda porque no tiene la menor idea de cómo satisfacerla con gestión.
Había que salvar el único capital en el que creen los kirchneristas, más allá de sus suntuosas mansiones: el capital simbólico. Del que Cristina y sus delfines piensan vivir muchas décadas, así como de la breve prosperidad del 45 lucró Juan Perón toda su vida. La primera reacción estuvo inspirada en su laboratorio total: Santa Cruz es a Cristina Kirchner lo que el templo Shaolin era a Kwai Chang Caine. Todas las enseñanzas y toda la memoria emotiva están concentradas en ese feudo, que además constituye el modelo aspiracional que ella le ofrece al país. Cada vez que los Kirchner designaron a un delegado en la gobernación y este resultó fracasado e indócil, le vaciaron el gabinete o lo acosaron para que renunciara. En este caso, la sangre no podía llegar al río, puesto que las causas judiciales avanzan y la libertad sigue comprometida. Era solo un relato para indultarse a sí misma, como si ella no hubiera inventado este fallido y peligroso dispositivo de poder, y era esencialmente también una bravuconada, pensando que el Presidente no aguantaría un round. Pero resulta que el susodicho se “atrincheró” 48 horas y desató una pulseada con olor a escandalosa crisis institucional. La impresión que dejaron ambos fue la de un matrimonio violento que se arroja los platos por la cabeza, que pronuncia palabras imperdonables y que al final intenta simular una falsa reconciliación uniendo con tosco pegamento los mil trozos rotos de la delicada vajilla. Ambos quedaron debilitados doblemente, por el veredicto popular y por esa obscena puja a cielo abierto. Un gobierno emparchado, una tregua hasta noviembre con una suerte de campaña “juntos pero no revueltos” puede ser una salida para dos figuras frágiles que se odian y necesitan. Y que en las horas más duras han ido a buscar a los veteranos más curtidos y de peor reputación para una misión difícil de siete semanas. Un gabinete vintage para salvar la ropa. La película empezó con La guerra de los Roses y sigue con Los doce del patíbulo. Como el falso progresismo –con su zaffaronismo de salón y su lenguaje “no binario”– fue vencido, irrumpen ahora en el fuerte asediado los pesados de la derecha peronista. Esta brigada la encabeza un flamante jefe de Gabinete que aprendió mañas en el PJ bonaerense, y cuyos maestros fueron Alperovich y Rodríguez Saá; maridaje entre lo más rancio y desastroso de la política territorial con lo más granado del feudalismo clientelista. Dicen que el patrón de San Luis le dio consejos a Cristina acerca de cómo dar vuelta una elección: hay que obsequiar ahora mismo cualquier cosa que se tenga a mano; comprar el voto aunque sea regalando heladeras. La otra adquisición es el mismo ministro que comandó la demolición post mortem de Nisman, declaró que teníamos menos pobres que Alemania, dijo que la inseguridad era una mera “sensación” y, con graves sospechas a cuestas, llevó a la catástrofe al kirchnerismo hace seis años. Eso sí: con una pequeña ayudita de la Episcopal del Pobrismo, que empezó por demonizarlo y entronizar a Vidal, y después terminó militando intensamente para que el peronismo cancelara a Cambiemos, regresara al poder y restaurara el santo orden de las cosas. Hoy los vicarios están enojados, y el kirchnerismo les revoleó un ministerio para calmar los nervios de Su Santidad. Finalmente, le dieron también su lugar a Filmus; será por su evidente experiencia en ganar comicios desafiantes.
Mientras todas estas maniobras nerviosas se llevaban a cabo y la sociedad contemplaba aterrada el zafarrancho, ingresaba en el Congreso el nuevo presupuesto nacional acompañado de una nota que pretendía describir la administración anterior, pero que irónica e involuntariamente narraba la actual: “La Argentina se encontraba totalmente sumergida en la angustia de la inestabilidad, la ausencia de todo tipo de certezas y la pérdida de un rumbo que diera una esperanza de un futuro mejor”.