Un paternalismo “progre” aleja a los jóvenes del trabajo
Sindicalizada, ideologizada y endogámica, la escuela de Baradel inculca la desconfianza en las empresas, en lugar de tender puentes con ellas
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Un paternalismo demagógico está alejando a los jóvenes del trabajo. Con la retórica de una supuesta militancia “progre”, se está privando a los adolescentes de la oportunidad de hacer experiencias que los preparen mejor para su vida adulta. En esa línea se inscriben las resistencias que ha generado la decisión del gobierno porteño de establecer prácticas laborales obligatorias en el último año del secundario.
Para cuestionar la iniciativa hicieron fila sindicalistas docentes e integrantes de un establishment académico que se siente más cómodo en los despachos oficiales que en las aulas de las escuelas. Lo han calificado como “trabajo esclavo” y “mano de obra gratuita”. Debajo de esa colección de disparates subyace un mensaje a los jóvenes: “Nosotros los cuidamos para que ‘los poderosos’ no se aprovechen de ustedes”. Es una idea fogoneada desde el oficialismo, pero enquistada también en sectores sociales que, identificados con los eslóganes de una pseudoprogresía urbana, sintonizan con la visión que estigmatiza a las empresas y, en el fondo, ve al trabajo como una forma de explotación. Con ese criterio se han dictado leyes que traban y demoran el empleo entre los jóvenes.
En la Argentina, por ejemplo, no se puede ejercer el oficio de camionero a los 18 ni a los 20: se exige tener 21 años de edad, aunque ya desde los 16 se puede obtener la licencia de conducir. Las regulaciones de pasantías estudiantiles están hechas para desalentarlas, no para ampliarlas ni facilitarlas. Todo el entramado de normas hace que ningún dueño de un taller, una carpintería o una pequeña fábrica se anime a tomar como aprendiz a un adolescente de 16 años. Esas opciones son vistas como “trampas” y no como “oportunidades”, como si fueran concebidas para beneficio del empleador y no del pasante, el aprendiz o el estudiante que podría encontrar con esas opciones una ventaja diferencial para insertarse luego en el mercado laboral.
Hubo una época en la que aquellos que formaban a jóvenes en un oficio o profesión eran especialmente valorados. Se los llamaba mentores, maestros, guías: todos nombres que implicaban prestigio y reconocimiento social. Aprender a través de la experiencia laboral era visto como una oportunidad. Hoy, el prejuicio y la ideología han metido la cola. Si alguien enseña a un adolescente los rudimentos de un trabajo, corre el riesgo de que se lo vea como un “explotador”. Al aprendiz se lo considera una víctima.
En segmentos de la clase media, esta ideología ha echado raíces y hace que la independencia laboral de los jóvenes se demore cada vez más. Hay una idea de “protección” que ve al trabajo como un obstáculo para el estudio y una carga que más vale postergar. En los sectores más vulnerables se registra un fenómeno inverso: alrededor de los 13 o 14 años, las familias ya consideran que sus hijos “están criados” y deberían ayudar en la casa. En esa instancia, sin embargo, encuentran que el Estado (con una ideología paternalista) no les permite ninguna opción de inserción laboral. En esa contradicción, los chicos suelen quedar en un limbo, expuestos a todos los peligros de la calle.
Desde ese pseudoprogresismo urbano, se resiste cualquier iniciativa que apunte a incentivar el trabajo, el esfuerzo, la obligación y la exigencia; incluso el aprendizaje. Una reacción similar a la que ahora se observa ante las prácticas laborales en el secundario se produjo hace unos años cuando se propuso un “servicio cívico voluntario”. Era un programa destinado a jóvenes de entre 16 y 20 años que apuntaba a promover –entre otros valores– el desarrollo de habilidades para el trabajo.
La ideología se enamora tanto de ella misma que se desentiende de sus consecuencias. En la práctica, estas resistencias acentúan desigualdades y perjudican, fundamentalmente, a los jóvenes de los sectores menos favorecidos. Son ellos los que más podrían beneficiarse de prácticas laborales que les abran puertas, los vinculen con el mundo laboral y les aporten una experiencia que les sirva en el futuro para enriquecer su currículum.
El paternalismo de un sector de la clase media suele defender la idea de que los adolescentes no trabajen “si no tienen necesidad”, como si las “necesidades” que satisface un empleo fueran solo las de la supervivencia (dinero, casa y comida). Tal vez haya que recordar que el trabajo es mucho más que eso: es la asunción de responsabilidades, es el contacto con adultos a los que no los une un vínculo afectivo o una función tutelar (como los docentes o los padres), es la convivencia con jefes y compañeros, la necesidad de negociar, administrar frustraciones y resolver conflictos. La primera experiencia laboral ayuda a forjar el carácter y, como si fuera poco, genera el orgullo de ganar un lugar por mérito propio.
En otras sociedades existe una cultura del empleo juvenil que la Argentina supo tener, pero parece haber extraviado. Antes era natural que, en el larguísimo receso escolar, muchos estudiantes fueran a trabajar en las cosechas, en los negocios de sus padres o en los talleres de la zona. Era, además, un factor igualador. El hijo del profesional y el del obrero podían ser cadetes en la heladería del barrio, sin que nadie creyera que así se vulneraban sus derechos. Varias generaciones hicieron de esa forma sus primeras experiencias laborales y se “curtieron” para insertarse en el “mundo real”. Existían alternativas de trabajos de verano o de empleos part time que han tendido a diluirse. Al menos en los centros urbanos, hoy los chicos ni siquiera hacen los mandados, que para sus padres y abuelos fue una especie de “primer trabajo”. La arquitectura normativa e ideológica impulsada por una suerte de “garantismo cultural” (más centrado en los derechos que en las obligaciones) ha desarticulado ese vínculo natural entre los jóvenes y el mundo del empleo. Han impuesto la idea de que los contratos flexibles equivalen a “precarización laboral” o “empleos basura”. No importa que con esa tergiversación se perjudique a quienes más necesitan trabajar, hacer experiencia y aprender un oficio. Lo que importa, a toda costa, es salvar las banderas ideológicas “contra el capital explotador”, aunque en el fondo se sepa que solo se trata de un eslogan.
Inculcar la cultura del trabajo es un proceso que, en forma gradual, debe empezar en la primera adolescencia. La escuela no debería desentenderse de ese proceso, que implica asumir obligaciones, método y disciplina, así como hábitos y actitudes. Lejos de cuidarlos o protegerlos, se les provoca un daño a los jóvenes cuando se los priva de ese aprendizaje. Se estimula, además, una sociedad de adultos infantilizados a los que les cuesta asumir responsabilidades.
El debate suele obturarse con chicanas extorsivas. Habrá que aclarar, entonces, que nadie propone el trabajo infantil, el empleo en negro ni la explotación laboral de adolescentes bajo la apariencia de pasantías o prácticas profesionales. Se trata, sí, de rescatar la cultura del trabajo como algo que no debería ser ajeno a la escuela ni tampoco a las familias. Se trata de revalorizar el esfuerzo, la obligación y el compromiso que supone la responsabilidad laboral. Son cosas que se deberían empezar a aprender en el colegio, donde sería sano que la noción de “trabajo” no genere tantas reacciones ni resistencias.
Sindicalizada, ideologizada y endogámica, la escuela de Baradel se ha alejado cada vez más de la cultura del trabajo. Inculca la desconfianza en las empresas, en lugar de tender puentes con ellas. No solo cuestiona que los estudiantes vayan a hacer prácticas: ni siquiera los llevan a ver cómo se trabaja en las fábricas, porque los colegios han dejado de hacer excursiones al mundo real. Desalienta el trabajo, como si fuera un castigo. Todo hace juego con la filosofía del estatismo y de la dádiva, contrapuesta a los valores del esfuerzo, el sacrificio y el mérito.
Tal vez debamos volver a confiar en el trabajo y a desconfiar de los eslóganes. Así lo hacen las sociedades que han logrado prosperar. Así lo supo hacer una Argentina que creía en el esfuerzo y tenía el 4% de pobres.