Mientras la capital japonesa duerme, por sus calles deambulan asalariados en busca de sake, excéntricos, insomnes y fantasmas
TOKIO.- Ya es casi la una de la madrugada y los cuatro bebedores que pidieron copas de shochu y de sake en un bar que se llama Tocorodocoro se apresuran a pagar porque el último tren de la noche está por partir. Le dejan sus yenes a Cheki, la barwoman de este sitio diminuto, una mujer de sonrisa fácil y voz un poco ronca, y toman sus abrigos. Los cuatro bebedores muy pronto estarán corriendo por los túneles de la estación de Shinjuku, adonde confluyen seis vías distintas, y serán los últimos entre los dos millones de pasajeros que hoy –tal como ayer y como mañana– habrán pasado por ahí.
Los que no nos apresuramos y nos quedamos con una copa en la mano estamos todavía aquí en Golden Gai, un laberinto de bares muy pequeños, un hormiguero situado en el centro de Tokio. De las tabernillas de Golden Gai muchos salen caminando en zigzag: por la noche los japoneses pueden olvidarse de toda la disciplina que los hace tan poderosos de día. La cuenta de Instagram @shibuyameltdown es una colección de fotos de oficinistas ebrios, echados en el piso, a veces sobre su propio vómito: son los que se emborrachan para dejar de pensar en el jefe. Sería pintoresco, si no fuera, en realidad, el modo en el que muchos salarymen lidian con las presiones del sistema laboral más exigente del mundo.
Yo, en cambio, termino mi sake y me quedo charlando con Cheki. Ella no habla inglés ni español y yo no hablo japonés, pero igual me cuenta, como si hiciéramos Lost in Translation, que cada noche, cuando Tocorodocoro cierra a las 4 de la madrugada, ella sigue con otro trago en su bar favorito, que también está aquí en Golden Gai. "Me quedo hasta las seis con el barman, que es un buen amigo mío", dice. "Así, cada noche". Está claro que los japoneses son gente apegada a las rutinas.
Mi noche no es la de los ebrios ni la de los amigos. Hoy ando solo en la ciudad más poblada del mundo. Voy en bicicleta y empiezo mi paseo nocturno en Koenji, un barrio bohemio en el que hay restaurantes veganos, tiendas de ropa usada y disquerías de vinilos. La Koenji sin sol no es gran cosa, pero en realidad casi nada de noche es gran cosa en Tokio. Además de Shinjuku (el downtown) y Shibuya (el híperconsumo), en la capital hay muy pocos sitios donde la gente se reúne a divertirse luego de las ocho: Roppongi está lleno de occidentales tomando cerveza; Shin Okubo, de fans de la cultura coreana que buscan kimchi y K-Pop; Kabukicho, la zona roja más grande de Asia, tiene shows de striptease de robots y night-clubs donde las mujeres pagan por conversar con hombres. Ryu Murakami colocó allí a los dos protagonistas de su novela Sopa de miso: Kenji, un japonés que organiza tours de adultos para extranjeros, y Frank, un cliente extraño.
Luego, en toda la ciudad hay karaokes y manga-cafés con Internet. También hoteles cápsula, que son como sarcófagos pagos. Y una categoría plebeya del casino en la que sólo hay máquinas ruidosas y salarymen enajenados: los pachinko. Wim Wenders les dedicó un pasaje de su película Tokyo-Ga. En resumen, estos son los oasis nocturnos de la capital, y luego no hay nada: los veinte millones de tokiotas –salvo algunos insomnes– duermen plácidamente como bebés.
"Es muy difícil vivir como un bohemio en Tokio y salir por un circuito alternativo", me cuenta un rato más tarde Ryu Otomo, un viejo periodista (él sí bohemio), en Café Lavandería, un refugio para rebeldes en Shinjuku. "Tokio es muy cara", sigue. "Los jóvenes bohemios van a pocos bares baratos. Muchos quieren ser escritores pero no pueden, entonces trabajan como periodistas o guionistas de televisión o maestros de escuela. Los escritores famosos, como Kenzaburo Oe y otros, van a Ginza. Es caro pero ellos no pagan: son invitados por sus editores".
En el escenario de esta megalópolis casi vacía no se mueve una masa uniforme, como ocurre bajo el sol, sino un puñado de individuos excéntricos con nombre y apellido.
En mi paseo veo cinco obreros que cargan y descargan mercadería, diez de una cuadrilla que reparan una calle, tres amigos alegres que salen abrazados de un bar, un solitario que cena en un restaurante abierto las 24 horas, varios taxistas que dormitan adentro de sus coches en una fila de taxis que esperan quién sabe a quién, apenas un mendigo que viene a confirmar el orden del capitalismo y dos policías que patrullan en bicicleta una avenida.
Pero, más que nada, de noche la ciudad es de los konbini: los minimercados 7-Eleven, Family Mart y Lawson. Convenience stores que nunca cierran y que se esparcen en cada cuadra. Haruki Murakami los retrató en su novela After Dark, cuyo escenario es Tokio luego de la medianoche. La ciudad siempre tuvo poetas que le cantaron: en otros siglos eran narradores trashumantes que pasaban por aquí, cuando esto se llamaba Edo y no Tokio.
Mi "Tour de Tokio" se extiende desde las diez de la noche y hasta las cuatro o cinco de la madrugada. El itinerario es demasiado largo: son 18 kilómetros de ida y otros 18 de regreso. De Koenji y Shin Okubo paso a Shinjuku y a Golden Gai, y luego a Kokyo, el Parque Imperial adonde unos pocos salen a correr. Algunas cuadras más tarde estoy al pie de la Torre de Tokio, una especie de Torre Eiffel que a fines de la década de 1950 se convirtió en el símbolo del renacimiento de la economía japonesa de posguerra.
Sigo pedaleando. Mi meta es la isla artificial de Odaiba, donde podré admirar la ciudad, pero elijo el puente equivocado –uno en el que sólo circulan camiones y automóviles– y ya es demasiado tarde y estoy muy cansado como para retomar por el puente correcto. Así que, sin cruzar a la isla, termino en un dique donde se mece un barco vacío. No hay guardias; sólo dos taxistas esperando pasajeros. En cualquier otra ciudad este sitio luciría amenazante, pero ahora solo es un lugar un poco apagado. Para los tokiotas, todo en la calle se trata del respeto por el otro. Quizás por eso nadie habla con nadie, nadie mira a nadie y nadie ataca a nadie. Así que pedaleo más allá de los containers y desde una última plataforma de cemento admiro el bosque quieto de edificios largos y flacos que se alza a lo lejos, más allá de los reflejos en las aguas, como la postal irreal de una megalópolis que no bulle.
Y entonces es tiempo de volver a Koenji. En mi regreso me detengo en el sitio en el que 47 hombres cometieron en 1703 un suicidio en masa impuesto por su soberano. Fue un castigo: una condena a muerte en la que por su condición de samuráis se les ahorró la humillación de ser liquidados por mano ajena. La historia es muy famosa: en 1941 fue adaptada al cine por Kenji Mizoguchi y en 2013 Keanu Reeves protagonizó su remake; Borges la escribió en "El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké", de su Historia universal de la infamia. Pero la ciudad avanzó también sobre ella y el sitio donde estos guerreros se hundieron una katana en el abdomen es ahora un claro irreconocible entre cuatro edificios residenciales de ladrillo. Como en las calles, aquí tampoco hay nadie.
Es estremecedor imaginar lo que estos 47 hombres hicieron en este preciso lugar. Pero también es estremecedor asistir al avance de la vida moderna por sobre la trama antigua. Tokio, donde el consumo convive con el zen y la belleza de los templos se mezcla con el tráfico de los autos, es un lugar singular. Pienso en eso y estoy por tomar una fotografía cuando mi teléfono se apaga bruscamente. Y ya no vuelve. Yo me detengo. Miro a mi alrededor. Silencio. Sombra de árboles. ¿Acaso se han pronunciado los 47 guerreros? ¿Han hablado los espíritus que los japoneses ven en todos lados?
De repente, una idea. De repente, una hipótesis: Tokio es una y varias ciudades a la vez. Es la Tokio de los negocios y la de los samuráis, la de los night-clubs y la de los shogun, la de los salarymen en los trenes subterráneos y la de los poetas trashumantes en los caminos. Y quizás Tokio no esté tan vacía por las noches como parece.