Un pasaporte al futuro o un regreso a la frustración
Sin carta de navegación a la vista, atravesamos un presente doloroso. Este gobierno no despierta esperanza en un futuro mejor. El país sigue arrastrando problemas estructurales sin que haya habido decisiones económicas para encararlos. Las políticas de reparación no alcanzan a paliar los efectos de una economía que no crece y apenas rebota. La pobreza, el desempleo, las desigualdades sociales y la degradación creciente de los bienes públicos definen el paisaje social de esta Argentina. Nuestro país es el que acumula más años de recesión en el ranking mundial desde 1970.
La deuda heredada, la pandemia y, ahora, la invasión de Rusia a Ucrania se esgrimen para justificar la inoperancia de una gestión que llegó a la mitad del mandato prometiendo cumplir lo que no ha cumplido y fabricando una realidad que solo existe en la imaginación de sus protagonistas. Las urnas acaban de penalizar su vocación de enmascarar la realidad con cifras manipuladas y con culpables del pasado. Y, sin embargo, persisten en el error y ningunean lo que no cabe en su relato.
El Presidente se ufana de haber logrado un acuerdo con el FMI sin tener que hacer reformas y promete que no habrá reforma laboral ni del sistema jubilatorio. Tampoco habrá cambios en el régimen impositivo. Las reformas en esta óptica cara a la vicepresidenta y sus seguidores son sinónimo de fundamentalismo de mercado y arrojan a la intemperie a las mayorías. Generan “dolor y pobreza”, insisten a coro militantes de La Cámpora que ven el ajuste como instrumento impuesto por el FMI para someternos. Ese acuerdo con el FMI, largamente demorado, aún no ha pasado por el Congreso y coloca a la oposición en la difícil situación de avalar lo que en el oficialismo es resistido para evitar el default aunque el programa posterga los problemas para el futuro gobierno.
Hoy no contamos con el viento de cola del comienzo del milenio ni podemos “surfear la ola” de la prosperidad como lo hizo Néstor Kirchner. Este es un gobierno con las finanzas públicas en bancarrota que cierra el camino a las transformaciones que el país necesita y sin las cuales no habrá solución para los problemas del presente. Es este orden, hecho de subsidios, proteccionismos, intervenciones y opacidad política el que debe cambiar. El horror al ajuste es horror a modificar el statu quo. Sin embargo, las consecuencias negativas de la modernización económica no son inevitables. Fue la ausencia de políticas públicas que protegieran a los perjudicados e hicieran menos traumática la transformación lo que arrojó a muchos a la intemperie durante los años del menemismo. Buena parte de los excluidos de entonces aceptaron la solución menemista como la única alternativa para una sociedad arrasada por la hiperinflación. Había entonces una apuesta a un futuro mejor y la esperanza de que les llegaría a todos.
Vivimos un cambio de era. La velocidad de las transformaciones tecnológicas, la pandemia, el cambio climático y el fenomenal cambio geopolítico que rompe el la relativa paz y el equilibrio nacido hace treinta años con el fin de la Guerra Fría plantean nuevos desafíos. La Argentina sigue atrapada en la falsa opción entre Estado y mercado; sigue condenada a repetir los errores ignorando las exigencias del mundo actual. El mercado destruye un orden económico y social –”la destrucción creadora” descripta por Schumpeter–, pero el Estado define las reglas que lo regulen y las políticas de protección de los más débiles. Se necesita un Estado reparador con eficiencia y transparencia en su gestión, capaz de definir y sostener las reglas de juego en la economía. Solo una alternativa con aliento y perspectiva de futuro que logre convencer de que es posible salir de una economía cerrada y de un déficit fiscal asfixiante podrá emprender el cambio. El costo de la transformación no será incruento, pero bien vale emprender el sacrificio con un Estado responsable y limpio, compensador de los perjudicados.
La creación de coaliciones políticas amplias para sustentar proyectos de reforma es un fenómeno frecuente. Gian Franco Pasquino advertía hace más de dos décadas que el futuro de la política ya no estaba en los grandes partidos centralizados. La fragmentación de los sistemas políticos incentiva coaliciones electorales. Sin embargo la pérdida de atractivo de las opciones y el refugio en identidades, nacionalismos y xenofobia son un rasgo de época que alimenta el crecimiento de la derecha y la ultraderecha en las democracias de Occidente. Los sistemas políticos son más inestables e imprevisibles.
Lo cierto es que no basta constituir una coalición reformista, es preciso convencer a la sociedad de los cambios que se necesitan y explicarle por qué y cómo hacerlos para atravesar “el valle de lágrimas” y poner fin a los corsi e ricorsi del atraso. Existe una resistencia al cambio abonada por recurrentes frustraciones, pero también un apetito de progreso en muchos de los que no se resignan a un destino de decadencia.
La coalición reformista debe mostrar que la une un programa compartido, traducido en iniciativas concretas que despierten la esperanza de cambio. También, que cuenta con un comando unificado y reglas para dirimir sus conflictos. Estas son condiciones sine qua non para generar la confianza de la sociedad y la posibilidad de un gobierno eficiente.
Las coaliciones suponen diálogo entre culturas políticas y gestación de una identidad nueva que trascienda las competencias particulares. Suponen generosidad de parte de sus integrantes y paciencia para enhebrar consensos en sus filas, ya que es en sus propias filas donde comienza la tarea de debatir y consensuar un proyecto. Los personalismos que alimentan las internas chocan con el objetivo de crear una identidad propia y atenazan el hartazgo de la sociedad con una dirigencia más interesada en sus disputas que en resolver los problemas que la aquejan. Estos son los desafíos de Juntos por el Cambio hoy. De cómo los resuelva dependerá que finalmente tengamos un pasaporte al futuro o nuevamente a la frustración.
Socióloga