Un país sin rituales compartidos
¿Qué tiene herida el alma de nuestro país que ante las tragedias colectivas carecemos de una liturgia compartida? Esas ceremonias en las que los gestos de recogimiento, silencio y respeto, nos unen a los otros en la emoción compartida y se repiten en todas aquellas sociedades en las que la muerte deja ausencias y dolor.
Este año, antes de la pandemia, viajé a Dresde, invitada a participar de las ceremonias del 13 de febrero, el día que 75 años atrás, las bombas como fuego cayeron sobre los desprevenidos habitantes, confiados de que los tesoros artísticos que guardaba la ciudad los protegerían de la insensatez de la guerra. Pero en las guerras no hay cordura. Un mes antes de la liberación de Auschwitz, primero los ingleses, luego los norteamericanos, lanzaron toneladas de bombas que en menos de dos días acabaron con esa Florencia alemana.
Pero si la historia de Dresde es la de los bombardeos, también lo es la evolución en el tiempo de las conmemoraciones sobre las que se proyectan los colores y dolores del presente. El régimen comunista mantuvo las muestras de la destrucción e impuso el silencio. En el inicio de los ochenta, en plena guerra fría, miles de personas desafiaron al gobierno frente a los escombros y desde entonces, la "oración por la paz" y las marchas de velas se convirtieron en un símbolo contra el régimen comunista.
En febrero de este año, las calles y monumentos de Dresde disputaron el sentido de la conmemoración. Entre los ultraderechistas llegados de toda Europa con sus banderas, sus símbolos y la música de Wagner, y el bullicio y la batucada de la izquierda. Sin duda, la ceremonia más conmovedora fue la del silencio. Sin discursos, sin consignas, a la hora del bombardeo, 21.45, volvió a formarse la extensa cadena humana que año a año se toma de las manos, indiferente al frío y a la lluvia, mientras suenan largamente las ocho campanas de la reconstruida Iglesia de Nuestra Señora, símbolo de la reunificación. La mano unida a un desconocido y la emoción compartida que nos devuelve el sentido profundo de la humanidad para recordarnos que hubo un tiempo en el que muchos sufrieron y murieron. Pero, en el año en que se iba a recordar el fin de la Segunda Guerra Mundial, llegó un enemigo invisible y se llevó las conmemoraciones programadas para todo el año. El calendario quedó dominado por los días del confinamiento y el estiramiento de las cuarentenas. Otros muertos, los del coronavirus, deshumanizados por las cifras, tuvieron, también, su liturgia, homenajeados por los estados de sus respectivos países.
En España, la ceremonia fue conmovedora: el pebetero con la llama votiva en recuerdo a los muertos, los sentidos y austeros discursos del periodista que en la persona de su hermano muerto por la enfermedad recordó a todas las víctimas del Covid-19 ; la enfermera que honró a sus compañeros y a todos los que desde sus "actividades esenciales" sustentaron el encierro; los versos del poema Silencio, de Octavio Paz: " …y mientras sube caen recuerdos, esperanzas/las pequeñas mentiras y las grandes/y queremos gritar y en la garganta/se desvanece el grito:/desembocamos al silencio/ en donde los silencios enmudecen".
Y finalmente, el minuto de silencio. La mudez de la emoción compartida. Con tantos muertos en nuestros cementerios históricos, con tanta tragedia colectiva acumulada ¿por qué los argentinos carecemos de rituales compartidos, los que despojados de la ideología y la política al honrar a los que no están nos devuelven la vulnerabilidad de nuestras vidas y , a la par, recrean el misterio de la pertenencia.
Nuestros muertos, los que nos justifican, al decir de Borges en su Oda a la Patria, tan citada en estos días para recordarnos que la Patria no es de nadie porque es de todos. ¿Será porque los muertos no son de todos, la compasión escasea y las autoridades, en nombre de todos, nunca honran a los muertos en silencio, sin consignas, fuera de las invocaciones políticas?
A los desaparecidos nadie los vio morir. Muertos insepultos. Pero ¿y los casi niños preparados para un desfile y muertos como combatientes de la guerra de las Malvinas, sin que hasta ahora hayan tenido una verdadera conmemoración, sin utilización política? A no ser por la humanidad de un oficial inglés, asociado a nuestra gente, que puso nombres y cruces en una conmovedora ceremonia en Darwin, ajena a la mayoría de los argentinos. ¿Y los de la embajada de Israel, los de la AMIA, los de Cromagnon, los del tren de Once, los del "gatillo fácil"?
Muertos impunes, recordados tan solo por sus familiares y amigos en la soledad de ceremonias privadas. Cada grupo con sus ausentes y el mismo clamor de justicia. Allí está la respuesta.
Un estado que no protege a sus ciudadanos y no garantiza justicia, mal puede organizar ceremonias oficiales, ecuménicas, para reconocer a todos los ausentes como propios. Donde sea que el ser humano haya mostrado su rostro más salvaje, el propósito de toda conmemoración es el Nunca Más, impedir que la humanidad se vuelva a descarriar. Pero entre nosotros, el pasado que no debiera serlo se ha convertido en el problema. Por la tergiversación, por las mentiras, por las interpretaciones ideológicas, no terminamos de entender que en una democracia, definida por su pluralidad, la memoria también debe ser plural para caminar hacia lo que es esquivo para los argentinos, la reconciliación.
Poder sentir y reconocer que nuestros muertos son el rostro más incómodo de nuestro desvarío como sociedad porque si mal honramos a nuestros muertos como justificación histórica, mal vivimos como hermanos y compatriotas del mismo tiempo, la misma geografía y el mismo destino. Sin odios ni violencia. Tan solo el respeto que impone la muerte.