Un país sin presidente
Desde 1983, todos los presidentes, buenos o malos, fueron los jefes de la nación política. Se acaba de abrir un paréntesis: es como si Alberto Fernández hubiera dejado de ser presidente o como si solo fuera un jefe de Estado protocolar. Solo se lo ve en actos menores y nunca está en los anuncios o reuniones importantes. No fue reemplazado por un primer ministro fuerte o por un jefe militar, sino por un simple ministro de Economía, que ni siquiera pudo cumplir hasta ahora con sus promesas más módicas. A veces, al Presidente se lo nota cansado, casi exhausto, seguramente porque sobrelleva ese destino de grisura; otras veces, recurre a datos falsos, describe una realidad que no existe para la gente común o pasa interminables días sin agenda y sin apariciones públicas. “Está muy golpeado. Sabe que la luz de Sergio Massa lo eclipsa”, dice un funcionario que lo ve asiduamente. El supuesto nuevo hombre fuerte va a los actos del Presidente cuando él quiere, no a todos los actos a los que lo invita el Presidente. “Tengo otras reuniones”, pretexta Massa cuando le dice a su jefe formal que no irá. No hace ningún esfuerzo por guardar las necesarias formas.
Es cierto que Alberto Fernández es el primer presidente sin liderazgo territorial y eso lo debilita en su relación con el kirchnerismo, que se siente dueño y señor de la multitudinaria tercera sección electoral bonaerense. Pero el ministro que lo desplazó del primer plano perdió las últimas elecciones en Tigre, donde fue un alcalde imbatible hasta que la suerte se terminó. Como ministro de Economía, pasó otra semana sin que él pudiera anunciar a su esencial viceministro, porque el que había elegido, Gabriel Rubinstein, resultó más crítico de Cristina Kirchner que Macri. No se tomó el trabajo de averiguar las declaraciones públicas pasadas de su candidato a viceministro ni sus posiciones políticas. Simplemente, lo anunció. Ansioso, apurado, hiperquinético, termina “almorzándose la cena”, como dicen varios funcionarios. También pasó otra semana sin que Massa pudiera anunciar cómo será la segmentación para el importante aumento de tarifas de gas y electricidad que se avecina ni desde cuándo regirá (¿desde el 1º de agosto o desde el 1º de septiembre?).
El “no programa” de Sergio Massa (o su paquete de medidas aisladas) solo aspira a postergar las soluciones para después
Cabe preguntarse, entonces, si el Presidente atraviesa un estado de depresión personal o de resignación ante lo inevitable o si, en cambio, solo está esperando el desgaste de Massa. “Cristina especula con el fracaso de Massa, no Alberto”, dice alguien que hace equilibrio entre los dos. Los aumentos de tarifas, aunque sean razonables, golpearán a una sociedad que ya no soporta los índices inflacionarios. El nivel de julio fue altísimo, 7,4 por ciento, pero la primera semana de agosto alcanzó un récord en las mediciones de Orlando Ferreres y Fausto Spotorno, que siguen la inflación desde hace muchos años. Fue del 3 por ciento durante esos siete días fatídicos. Nunca antes vieron una cosa así. El piso de la inflación de agosto podría estar en el 6 por ciento, aunque depende de cuándo empezarán a regir las nuevas tarifas de gas y luz. Si fuera en agosto, el 6 por ciento será largamente superado. Las tarifas afectarán, sobre todo, a la clase media y a los pequeños comerciantes. La clase media se entusiasma con la lucha por el ascenso social, porque es esencialmente aspiracional, pero rechaza el combate por el descenso hacia la pobreza, que es el que está librando ahora. El “no programa” de Massa (o su paquete de medidas aisladas) solo aspira a postergar las soluciones para después. De hecho, convocó a los dirigentes rurales a una reunión urgente, pero fue con las manos vacías. Los dirigentes se limitaron a repetir lo que vienen diciendo desde hace más de dos años.
Cristina Kirchner y eventualmente Alberto Fernández conservan la esperanza de que Massa se queme solo jugando a todo o nada, que es el frenético juego que le gusta jugar. Ninguno de ellos puede desconocer que la actividad industrial se estancó entre febrero y marzo, y que la parálisis de la actividad económica le siguió entre marzo y abril. El Presidente acaba de ufanarse en el Chaco de que la Argentina se recuperó, tal como él lo había pronosticado. Se recuperó de la parálisis absoluta de la interminable cuarentena de 2020, pero la tendencia cambió durante este año. Ahora ya no hay crecimiento. ¿Es la guerra, como dice el Presidente? Según The New York Times, “es imposible comprender la economía argentina en casi cualquier otra parte del mundo”. No es la guerra, entonces. Él habla de situaciones que la mayoría social no reconoce como ciertas. Por eso, también, muchos encuestadores afirman que nunca vieron a una sociedad tan fastidiada, hasta el nivel del hartazgo, con la dirigencia política en general, y con la dirigencia gobernante en particular.
Massa es “nuestra derecha”, dicen los camporistas, en comparación con la oposición de Juntos por el Cambio. ¿Será siempre así para Cristina Kirchner? ¿Seguirá siendo Máximo Kirchner, que se siente un millonario revolucionario latinoamericano, amigo de Massa, que busca relaciones carnales con Washington? El jueves pasado, en una sesión de la Legislatura porteña, los legisladores de todos los sectores peronistas (camporistas, albertistas y de otros pelajes) se presentaron cada uno con una cartel que decía “Fuerza Cristina”; aludían al juicio que se está ventilando por la obra pública direccionada hacia Lázaro Báez. Es el juicio oral más importante y escandaloso desde el juicio a las juntas militares. En este caso, no se trata de delitos de lesa humanidad, sino de corrupción política. El alegato del fiscal Diego Luciani hace recordar al inolvidable fiscal Julio Strassera. El Presidente calla, mientras los abogados defensores de los exfuncionarios kirchneristas (con Cristina Kirchner en el centro de los acusados) crearon un “delito de agenda” para recusar a los fiscales y a los jueces. Luciani, que jugó campeonatos de fútbol amateur en una cancha que está en un amplio predio de la familia Macri, dejó de practicar ese deporte no bien llegó a sus manos la causa que está ahora en juicio oral. Nunca habló con Macri, y Macri ni siquiera lo conoce. El abogado de Cristina, Carlos Beraldi, acusó a Luciani de estar demasiado convencido de la acusación. ¿Qué quiere que haga el fiscal, si esa es su misión en la vida? Si hubiera tenido alguna duda sobre la culpabilidad de la vicepresidenta, directamente habría pedido su absolución. Si llegó hasta aquí, es porque está convencido de que ella es culpable de hechos gravísimos de corrupción. Una catarata demoledora de pruebas se abate sobre la vicepresidenta. Los camporistas no escuchan al fiscal ni se detienen en sus argumentos. Viven en un minúsculo mundo propio, en un universo donde la verdad es única y les pertenece. Las pruebas no importan.
Dos jueces del tribunal oral que juzga a Cristina, Rodrigo Giménez Uriburu y Jorge Gorini, fueron también recusados por razones absolutamente insustanciales. En un acto casi obsceno de desesperación, Cristina está tratando de voltear a ese tribunal (con los fiscales incluidos) porque sabe que antes de fin de año será condenada. La carga de la prueba que está mostrando el fiscal no le deja margen al tribunal para su absolución. ¿Gorini se reunió con Patricia Bullrich cuando esta era ministra de Seguridad? Sí, porque necesitaba que le repongan la custodia personal que le habían sacado cuando la policía fue transferida al gobierno de la Capital. ¿Cuál es el delito? ¿Dónde está la complicidad? Las recusaciones fueron rechazadas in limine. Ni siquiera se necesitaban explicaciones: Macri no es parte de esa causa que se abrió hace 14 años. El “delito de agenda”, como lo llamó con inteligencia un fiscal que no tiene nada que ver con este caso, es producto de la infatigable gestión de las cloacas de los servicios de inteligencia. Esos jueces y esos fiscales fueron implícitamente apoyados por la Corte Suprema cuando esta desestimó todas las apelaciones de Cristina en esta causa. No por la decisión de fondo, que es la jurisprudencia de la Corte, sino por el momento en que lo hizo.
Massa parece no poder hacer mucho más, si es que no está preparando un giro dramático a su gestión. Cristina Kirchner se entusiasma solo con los avatares del juicio que podría condenarla a prisión. Espera que Massa fracase, a pesar de las sutiles actuaciones que indicarían lo contrario. El Presidente está lejos de todo, como alguien que ha perdido hasta las ganas de ser lo que es.