Un país sin periodistas
En medio del largo enfrentamiento entre el Gobierno y los medios no oficialistas, y ante una nueva celebración del Día del Periodista, es necesario reivindicar el rol de la prensa, que el kirchnerismo ha buscado deslegitimar
En el subconsciente de todo populismo hay una voz que se expresa con la convicción de una verdad revelada, como alguien que habla desde lo más alto de la evolución política. Es una mirada del mundo que la mayoría de la sociedad debería compartir como algo natural porque quienes no lo hacen, tarde o temprano, se expondrán a ser etiquetados de adversarios, disidentes, sospechosos o algo más. Esta apretada síntesis describe el clima de tensión en el que conviven desde hace tiempo "la grieta", "el relato", "la cadena", "la corpo", el oficialismo y el antikirchnerismo, por citar algunas de las trincheras que dividen a cuarenta millones de argentinos.
La idea de celebrar pasado mañana el Día del Periodista en medio de esta crispación podría interpretarse como un festejo a destiempo, una liturgia fuera de lugar. Pero no hacerlo es imperdonable. Significa mirar para otro lado y guardar silencio ante el más prolongado, agresivo y costoso enfrentamiento que haya ocurrido en el país entre un gobierno constitucional y los medios no oficialistas. La crisis con el campo y la ruptura de la Casa Rosada con Clarín, cercano interlocutor del matrimonio Kirchner durante años, resultaron ser el laboratorio de prueba de una estrategia que, en los hechos, se consolidó como una política de largo plazo alentada por todo el arco kirchnerista y que aplicó con pragmatismo brutal la Casa Rosada.
El eje del conflicto excede largamente los apoyos y las críticas al modelo "nacional y popular", la construcción de la agenda, la ley de medios o la negociación con los fondos buitre. Una pareja como los Kirchner, que nunca ocultó su decisión de alternarse cuatro períodos consecutivos en la presidencia, además de ambición, lleva en su ADN eso que los políticos denominan "necesidad adictiva de información". El imperativo no es la noticia, sino controlar y adueñarse de la noticia. Compartirla con la opinión pública como trofeo y reafirmación del poder.
A la hora de demonizar a la prensa crítica, Néstor y Cristina Kirchner, tal vez sin proponérselo, dadas las diferencias que mantenían con él, actuaron como discípulos de Perón y, en algún sentido, hasta lograron superar al maestro. Lo explica con claridad el periodista Fernando J. Ruiz en su libro Guerras mediáticas, al describir cómo los argumentos que utilizó Perón en su primer mandato siguen siendo apropiados para conquistar voluntades medio siglo más tarde. Entre ellos, imponer la concepción de las mayorías sobre la democracia y el derecho del Gobierno de pasar por arriba de los otros poderes, que debían estar al servicio del más votado.
Ruiz apunta que la batalla que decidió dar Perón para hacer un gobierno fuerte implica tensionar los derechos civiles y políticos de los opositores y los espacios institucionales críticos como el periodismo o el Poder Judicial, porque ésas son las verdaderas reglas de juego reales. Por eso se insiste en la deslegitimación pública de estos espacios institucionales autónomos y la desacralización de su rol social. Desmerecer esos espacios es darle mayor poder al funcionamiento del régimen político. Es la fórmula que el Gobierno aplica a los medios no oficialistas y que el periodismo militante adopta como dogma para descalificar a todos y a todas los que no apoyan la causa. El sentido de quitarle el aura de legitimidad al periodismo independiente no tiene otro objetivo que la estigmatización, presentarlo como el defensor de un institucionalismo vacío que es necesario desterrar. El filósofo político Ernesto Laclau fue todavía más allá al considerar al periodismo parte de un sector social que sobra y que, por lo tanto, no tiene sentido que sea parte del futuro. "Los responsables de esta situación –advirtió– no pueden ser parte legítima de la comunidad, la brecha con ellos es insalvable."
A pesar de sus diferencias, tanto Menem como Néstor y Cristina Kirchner se aferraron a una de las leyes no escritas del populismo que considera y en consecuencia trata como enemigo a las instituciones críticas del poder. Es un regreso al pasado explícito, sin maquillaje. En otras palabras, en esta versión de la democracia la autonomía periodística no tendría más valor que un idealismo republicano ingenuo. Es oportuno recordar que en 1995 Carlos Menem dedicó su victoria reelectoral "al periodismo, que fue la única oposición que tuvimos". Néstor Kirchner no se quedó atrás. Días antes de los comicios del 28 de junio de 2009, resumió toda una doctrina en ocho palabras: "Hay que derrotar al periodismo en las urnas". Son descalificaciones de baja intensidad si se las compara, valga la paradoja, con las operaciones destituyentes planificadas y puestas en marcha desde la Casa Rosada con la asistencia, entre otros, del núcleo intransigente del kirchnerismo y de los servicios de inteligencia. ¿Cómo no volver sobre las embestidas a la Corte, el Indec, Ciccone, las presiones sobre jueces y fiscales, Hotesur, la falsa acusación desde el atril presidencial sobre dos hijos apropiados en la dictadura, el cepo publicitario, Nisman, el linchamiento mediático de un miembro de la Corte Suprema, los funcionarios vinculados con la corrupción, el despido de periodistas por no coincidir con el pensamiento oficial, los escraches públicos a opositores al Gobierno?
Convivir doce años en el poder con la aspiración de extender ese legado en el tiempo, quimera que entusiasma a tantos en el espacio K, crea situaciones que imponen su propia lógica. Un caso llamativo es la formidable estructura informativa oficial creada por los Kirchner para disputarles espacios a los medios críticos, retener votos y mantener animada a la militancia. Es un universo que nunca dejó de crecer y atraviesa todos los espacios imaginables, dentro y fuera de la política. El Programa de Prensa y Difusión de Actos de Gobierno gastó el año pasado 1776 millones de pesos, un 85% más que la cifra aprobada por el Congreso. Cuando se suman los fondos destinados a publicidad de la Anses y Fútbol para Todos, los gastos en propaganda oficial alcanzan 3973 millones.
En todo 2014 el Gobierno gastó 5 millones por día en publicidad. La relación amigo-enemigo es la que mueve la balanza en la asignación del dinero. Los medios más próximos y comprensivos con el Gobierno son los que encabezan el ranking. La pauta oficial del grupo de Sergio Szpolski y Matías Garfunkel, por ejemplo, fue el año pasado de 69,6 millones para los diarios El Argentino y Tiempo Argentino, y Radio América y CN23. Siempre hay alguna sorpresa cuando el dinero es mucho y del Estado. Guillermo Mirabile, estilista de Aníbal Fernández y socio de las peluquerías New Station, recibió en 2014 a título individual 20,7 millones, un 251% más que en el primer semestre del año anterior. Una anécdota, si se lo compara con la magnitud del apoyo que recibe el relato por parte de grandes empresarios, muchos de ellos contratistas o proveedores de años del Estado. Cristóbal López, propietario de la red de salas de juego de azar más grande del país, consolidó al mismo tiempo un grupo de medios que incluye la productora Ideas del Sur, Ámbito Financiero, el canal de noticias C5N, la AM Radio 10 y las FM Pop, Mega, Vale y One, el sitio de noticias MinutoUno y varios medios en Comodoro Rivadavia.
La estrepitosa caída de audiencia y el despido de periodistas que llevaron a un liderazgo de años a Radio 10 fueron el resultado de una polémica decisión ante la disyuntiva de privilegiar la independencia de los contenidos o los intereses del accionista. Es y será siempre un desafío, no sólo en el periodismo. También en cualquier actividad en donde alguien, entre la espada y la pared, tenga que optar por la vocación, la necesidad, el interés, la ambición o el carácter.
El filósofo español Fernando Savater, un apasionado de los medios, insiste en que la dicotomía no es gobierno o periodistas críticos porque, a fin de cuentas, se trata de un debate, no de un combate. Coincide con la respuesta de De Gaulle a Malraux cuando éste insistió en que era comunista. "Lo sé, respondió De Gaulle, pero los dos queremos la misma Francia."
Para evitar ciclos de intolerancia o de agravios, opina Savater, es importante que se reconozca el derecho que tienen los medios de expresarse y de que se expresen sus lectores sin olvidar que aun los periódicos más críticos están para ayudar al que gobierna a no volverse loco. "Con sus opiniones –afirma–, marcan los límites de la cordura gubernamental, y un gobierno democrático debe ser cuerdo porque no hay que olvidar que las democracias son un estado de cordura colectivo."