Un país desigual y asimétrico
No hay que perder el tiempo en discutir las culpas de nuestros ancestros (ocupación favorita de algunos revisionistas históricos), pero el hecho está ahí, innegable: la Argentina es un país concentrado y, lo que es peor, con una hasta ahora irreversible tendencia a seguir concentrando todo: poder político, población, riqueza, beneficios sociales, oportunidades culturales. Esto no quiere decir que no haya cierto desarrollo interior, pero su ritmo es incomparablemente menor que la inexorable fuerza centrípeta que nos atrapa.
No cabe a este artículo mostrar los números que fundamentan el aserto, pero sí es pertinente enumerar sólo algunas de sus consecuencias principales: obstaculiza la diversificación de nuestro perfil productivo, vieja endemia de nuestra economía; aumenta la desigualdad social, profundizando la pobreza y haciendo ilusoria una mayor igualdad de oportunidades; agiganta los efectos de la ineficiencia del Estado nacional; centraliza y aumenta la conflictividad social y política en Buenos Aires: lo que pasa en el área metropolitana de Buenos Aires le pasa a la Argentina, lo demás son rumores lejanos. Y dejo aparte una consecuencia que merece aclaración adicional: convierte al federalismo, y a su inspiración de sana descentralización, en una mera retórica jurídica. Una supuesta autonomía que no se apoye en un cierto grado de desarrollo de la economía local y financiación propia es ilusoria y sólo cosecha sus propios defectos.
Y esta consecuencia es importante, más allá de la actual controversia circunstancial de que hoy el empeoramiento de la situación se deba principalmente a errores de la conducción nacional, como sostiene la oposición, o al enfriamiento de la economía del mundo (explicación a la que recurre, ante signos de desaceleración, el mismo gobierno que explica paradójicamente la bonanza anterior, ocurrida en condiciones internacionales muy favorables, sólo por sus propios méritos); y de que la situación crítica de muchas provincias se agrave por una lucha interna del peronismo, alimentada por un temperamento presidencial discrecional y autista. Porque, en cualquier caso, todo ello se ve facilitado por un vicio estructural subyacente, al que la "cultura de la coyuntura" argentina no ha atinado secularmente a revertir.
Claro, todo sistema social en su madurez ha consolidado los grupos de interés predominantes, y esta Argentina asimétrica ha consolidado los suyos y los protege de todo intento de reforma, aún inconscientemente, como ocurre en la mayoría de aquellos casos en que no se distingue la justicia y pertinencia del caso particular de la impertinencia e injusticia del efecto sobre el conjunto; cuando todos creemos tener "honestamente razón" en nuestra aspiración y la "razón" del conjunto resulta demasiado difusa y abstracta.
El diagnóstico no es nuevo, con mayor o menor brillantez lo han señalado valiosas voces intelectuales y políticas a lo largo de décadas. Los gobiernos lo han dicho muy poco, abrumados por la contingencia o tentados de ejercer el poder unitario. Quien fue más lejos en la vocación de cambio fue Alfonsín, con su intento de convertir el traslado de la capital de la República en símbolo de un proceso descentralizador no sólo del Estado, sino de la economía y de la población, pensando una Argentina futura más armoniosa e integrada, como la piensan sólo los estadistas, que él lo fue.
Todo conspira contra un proyecto así; recordemos, en ese ejemplo, las críticas ochentistas al "proyecto faraónico"; la reticencia de la oposición peronista a pesar de la tímida solidaridad del interior; recordemos las vacilaciones del propio partido, sólo equilibradas por la fortaleza del liderazgo presidencial; evoquemos la oposición de buena parte de la prensa. En fin, un ejemplo de la dificultad de hacer cambios estructurales de mediano y largo plazo en una sociedad obsesionada por el presente, sin proyecto. Al fin y al cabo, no muy diferente a tantas otras que sólo los aceptan después de mucha "sangre, sudor y lágrimas", como le pasó a Europa en el 45.
Todo proyecto político de futuro responsable tiene que plantear estos dilemas y proponer las respuestas; no hacerlo es autoengaño y mentira, por omisión, al resto de la sociedad. Es posible que quienes se atrevan tengan que sacrificar ventajas electorales inmediatas, hasta que las ideas germinen. En una entrevista, hace años, que Humberto Eco le hiciera al izquierdista primer ministro italiano Máximo D'Alema, éste prevenía contra el riesgo de que la política fuera "un puro reflejo de todos los instintos y las demandas corporativas que penetran la sociedad civil". Lamentablemente, esto fue también un pronóstico. Pero eso que llamamos inconsciente colectivo es a la vez sabio e infantil; quiere maestros democráticos, y si no los tiene, busca alguna tranquilidad en el autoritarismo. Pero lo que a la larga desprecia es la mera obsecuencia política a sus apetitos.
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