Un país atrapado en la fatalidad del eterno retorno
La idea del eterno retorno supone que en el continuo regreso al punto de inicio hay una linealidad que se repite, una y otra vez, hasta el infinito. Es decir, en esa reiteración los ciclos se suceden uno después de otro sin ninguna variación en los acontecimientos. Algo de esto parece pasar en un país donde el dolor recurrente de nuestras mayores tragedias de los últimos años -el ataque terrorista a la AMIA, las muertes de Cromagnon y el accidente fatal en Once- regresa una y otra vez, de distinta manera y por distintos motivos, para recordarnos que lo que pasó sirvió de poco en términos de aprendizaje social y, por esto mismo, es posible que vuelva a ocurrir en el futuro. El eterno retorno de la Argentina, según muestran estas tragedias, gira alrededor de algunos males que son nuestra condena: la corrupción, la desidia, la impunidad. El círculo cerrado que forman, y del que nos cuesta escapar, es quizá la negación más evidente de toda idea de progreso.
Las tres tragedias -que no son las únicas de las últimas décadas y posiblemente tampoco serán las últimas- están de alguna manera de regreso en estos días, en forma casi simultánea y con el sabor amargo de aquello que no se resolvió de buena manera.
Irrumpió en estos días el recuerdo del atentado a la AMIA, con sus 85 muertos y su ausencia de culpables, a partir de la decisión del gobierno nacional de acordar con el régimen iraní -principal sospechoso en el atentado- su intervención en la causa judicial. Más de 18 años después del ataque, las nuevas dilaciones que este acuerdo puede provocar en la investigación de los hechos recuerdan aquello tan repetido como cierto de que la justicia lenta no es justicia.
Volvió también esta semana el recuerdo del dolor por Cromagnon, con sus 194 víctimas que proyectan la imagen casi idéntica de sus muertes inútiles desde el espejo de lo ocurrido en Brasil. Esta vez sucedió allá, en la enlutada ciudad de Santa María, pero podría haber tenido lugar en la Argentina, nuevamente. En los últimos años hubo varios episodios con bengalas disparadas de manera irresponsable en medio de una multitud que afortunadamente no terminaron en tragedia.
Y, por último, vuelve el horror frente a lo ocurrido en Once cuando faltan pocos días para que se cumpla el primer aniversario de aquel hecho todavía impune, que dejó 51 víctimas en las vías y ninguna conciencia, pareciera, de que una solución es urgente si se quiere evitar que las muertes se repitan y que viajar en tren deje de ser un calvario cotidiano para miles y miles de personas.
La Argentina trágica que reflejan estos tres hechos no es una fatalidad sino, posiblemente, el efecto indeseado de un estado de cosas que nos cuesta o nos negamos a modificar. Y que además desde el poder muchas veces se intenta disimular con un maquillaje que casi siempre resulta demasiado obvio.
Pero la circularidad del eterno retorno no se resuelve tapando sus efectos no deseados sino cortando las posibilidades de un regreso al punto de inicio con un cambio profundo, cultural, que reescriba el disco rígido de nuestras conductas públicas y privadas. La alternativa de mantener el rumbo no lleva más que a encontrarnos con el mismo destino, una y otra vez.
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