Un padre del interior: el espejo en el que se refleja la angustia de la clase media
Aún no lo sabemos, pero es posible que estemos a las puertas de un cambio profundo en la Argentina; Guillermo Sierra hizo un alegato ciudadano contra la hipocresía y los falsos ideologismos
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Todavía no lo sabemos, pero es posible que la voz de un padre de Bahía Blanca que se gana la vida como fletero sea el anticipo de un cambio profundo en la Argentina. Se llama Guillermo Sierra y la semana pasada, sin habérselo propuesto, se convirtió –a través de un video que se viralizó en redes sociales– en la voz de muchos otros padres que ven con impotencia y con dolor el desguace de la escuela pública.
Si la política quiere entender qué piensa buena parte de la clase media, debería ir a YouTube para ver una y otra vez el video en el que Sierra expresa, con espontaneidad y con vehemencia, algo más que un reclamo contra los paros docentes. Lo que hace es un alegato ciudadano contra la hipocresía y contra los falsos ideologismos. Es una reacción contra el discurso vacío del “Estado presente” con el que se encubre, en verdad, un Estado desertor de sus obligaciones y servicios esenciales. Con palabras simples y sin artificios ideológicos, desenmascara a una dirigencia que se ha apoderado de los resortes del poder y que, en nombre de supuestas banderas inclusivas, ha debilitado los cimientos de la escuela pública, como también los de los sistemas estatales de salud y seguridad. “Igualdad no es hablar con la X; igualdad es que los chicos tengan clases todo el año”, les dice a las autoridades del Consejo Escolar. Es un reclamo contra “la Argentina del eslogan” y a favor de “la Argentina de los hechos”.
Sierra es un exponente cabal de la clase media trabajadora. Solo completó la primaria y ha logrado, con el esfuerzo de años, tener su pequeño negocio de fletes después de haber sido mucho tiempo empleado en el rubro gastronómico. Sueña con que sus hijos tengan una mejor educación y puedan acceder a la universidad. Al más chico, según ha contado, lo cambió a una escuela parroquial “para que tenga clases todos los días”. Ha tenido que recurrir a profesores particulares para reforzar contenidos. Y lo angustia ver que el más grande, ya en el secundario, queda rezagado por una sucesión de paros que suspenden la enseñanza.
Los padres de Bahía Blanca decidieron movilizarse porque entre reclamos de docentes y porteros, los chicos solo tuvieron diez días de clases a lo largo del último mes. Hubo huelgas por reclamos salariales, pero también por “la represión” en Jujuy y por falta de insumos de limpieza. Nadie, desde el gobierno provincial, ha recogido el guante. El planteo de Guillermo Sierra parece haber chocado contra un muro de desdén e indiferencia. Tal vez vean en ese padre enojado a “un agente de la derecha”. Esa es, al menos, la terminología que utilizan los voceros del oficialismo provincial y nacional. ¿Es de derecha pedir que haya clases todos los días y que la escuela pública no preste un servicio peor que la privada? Reclamar por la seguridad ciudadana y por la calidad de las prestaciones hospitalarias, ¿es un planteo ideológico o de una elemental sensatez? La ideología del poder parece cada vez más distanciada del sentido común.
Sierra no cuestiona el derecho a reclamar. Solo se pregunta por qué se condena a los chicos de la escuela pública a menos días de clases que los de colegios privados. Cuando sus palabras provocaron el aplauso espontáneo de otros padres, agregó: “No es para aplaudir, es para llorar”. Había comprobado que en el Consejo Escolar ni siquiera sabían bien cuántos días de paro habían afectado a las escuelas y nadie creía que se les debiera a los padres una explicación. El caso de Bahía Blanca desnuda también la indolencia del Estado y muestra hasta qué punto se ha desdibujado la idea de servicio público y responsabilidad administrativa.
Este padre tuvo que dejar de trabajar una mañana para ir a pedir lo básico: que la escuela abra todos los días. Es un caso que también expone un rasgo de la crisis argentina: buena parte de la clase media tiene que interrumpir sus tareas, o sumar a su labor cotidiana horas y esfuerzo de acción cívica, para movilizarse por sus derechos elementales y exigir que el Estado cumpla sus obligaciones mínimas. Muestra, además, la doble imposición a la que es sometido un sector de la sociedad, que por un lado financia un Estado y una burocracia cada vez más ineficientes mientras por otro paga educación, seguridad y salud privadas para acceder a prestaciones que aseguren, al menos, una estándar básico de calidad.
A Guillermo Sierra se lo podría ver como un testimonio y una voz solitaria en el lejano sur de la provincia, pero es en realidad un espejo en el que se reflejan las angustias y las penurias de la clase media argentina. Muestra la soledad de los padres, que sienten que el Estado los ha abandonado, que la calle es un territorio hostil y que tienen que salir a “poner el cuerpo” porque la dirigencia no los representa. No cuestionan al sistema, sino sus deformaciones. No reniegan de la política, sino de los políticos. No están enojados con los docentes, sino con un sindicalismo faccioso que se ha desentendido de la educación y de la escuela. Son padres que se movilizan por algo tan noble y esencial como el futuro de sus hijos. Esa es su bandera. ¿La política será capaz de descifrar la profundidad y a la vez la simpleza de su mensaje?
A veces, un gesto o una voz que parecen aislados e individuales marcan, en realidad, un punto de inflexión y engendran un cambio de fondo. Nadie supo, en ese mismo instante, que por el solo hecho de sentarse en un asiento para blancos en un colectivo una costurera afroamericana de Alabama, Rosa Parks, marcaría, en los años 50, un hito en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. Aquella mujer estaba cansada y se negó a abandonar el asiento. No imaginó que esa reacción marcaría una bisagra histórica en la lucha por la igualdad. Salvando los océanos de distancia que pueda haber entre aquel pasado lejano y nuestro angustiante presente, el recuerdo tal vez sirva para introducir una pregunta: ¿será la voz del fletero de Bahía Blanca la que anticipe el hartazgo de una mayoría silenciosa con la impostura populista? Afirmar que sí tal vez resulte prematuro y acaso voluntarista. Pero hay indicios de que la sociedad ha empezado a verle los hilos y la hipocresía al discurso del poder. En los últimos 20 años, el Estado se ha expandido y, al mismo tiempo, se han degradado todos los servicios públicos. Detrás de la retórica ampulosa aparece la realidad pura y dura: un Estado colonizado por la militancia y los negocios, alejado de la vocación, del profesionalismo y de la responsabilidad, sin sentido de obligación y de deber frente al ciudadano.
La voz enérgica de ese padre es la voz de una Argentina que quiere recuperar el sentido común y que aspira, simplemente, a que las cosas funcionen: a que la escuela dé clases, a que las guardias de los hospitales tengan médicos e insumos suficientes, a que los delincuentes no entren por una puerta y salgan por la otra, a que las calles sean espacios transitables y seguros y a que el Estado esté al servicio del ciudadano y no el ciudadano al servicio del Estado.
Guillermo Sierra no se levantó una mañana para cambiar el mundo ni para protagonizar un acto de heroísmo o de coraje. No se propuso alzar su voz contra el poder ni hacer un alegato grandilocuente ni ambicioso. Es un hombre común, que simplemente se cansó, y dijo lo suyo. En su voz se escuchan otras voces. ¿Son las voces que anticipan un punto de inflexión? La respuesta se está incubando en una sociedad que está a punto de votar.