Un nuevo apotegma para la Argentina
La Argentina vivió los últimos 75 años imbuida y condicionada por un apotegma que dominó las decisiones del país durante todo ese tiempo. Ese apotegma, sentenciado por una de las figuras más carismáticas del siglo XX -sino la más-, Eva Perón, decía que “donde hay una necesidad, nace un derecho”, y el Estado tiene la obligación de darle satisfacción.
Ese apotegma permeó todas las hendijas de la conciencia colectiva de los argentinos. No importa si el Estado cuenta o no con los recursos para atender una determinada necesidad, tiene la obligación moral de ingeniárselas para cumplirla. Si los habitantes de una provincia sureña tienen frío en el invierno, el Estado debe proveerles gas barato “a como sea”. Además, esa consigna se acomodaba al gusto de la doctrina social de la Iglesia católica. Contaba por tanto con dos grandes vigas maestras de sustento: el movimiento justicialista y los sindicatos de un lado, y la Iglesia católica del otro. Finalmente, esa máxima se corporizó en toda la sociedad argentina.
Desde una mirada humanista y cristiana, el apotegma de Evita suena inobjetable. Ahora, tomado como premisa del el Estado, tal cual sucedió (¿quién se animaría a contradecir a Evita en una causa tan noble?) llevó al país a vivir permanentemente en quiebra -en déficit fiscal in eternum-. Ya que todas las necesidades eran imposibles de ser cumplidas, por aferrarse a ese principio el país se autocondenó a 75 años de inflación, de estancamiento, de atraso y de pobreza. Todos los gobiernos en ese período, civiles o militares, y de los primeros, peronistas, radicales o de Pro, no pudieron quitarse de encima esa consigna.
Durante el gobierno del Pro, que supuestamente representaba una corriente distinta a los movimientos populares, se continuó con la repartija de planes y de jubilaciones sin aportes y se siguieron cubriendo demandas sectoriales por doquier, lo que contribuyó a la estrechez financiera que propició su derrota electoral en 2019. Es más, prominentes autoridades de ese partido solían esgrimir en público el apotegma insigne del justicialismo. Hubo otros apotegmas del peronismo, pero más de carácter partidario, como aquel que dice “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”. Pero éste u otros de ese tenor, no tenían el calado ético y de principio universal como el eslogan de Evita. Hubo, es verdad, un interregno en los años 90 del siglo pasado durante la convertibilidad, cuando el país por fin alcanzó por unos años y de manera sostenida la estabilidad de precios. Sin embargo, la Argentina atravesó ese período con la presión constante en la nuca de aquel apotegma: las necesidades pendientes sin resolver que acuciaron la caja del Estado hasta hacerlo claudicar a fines de 2001. Fue ese, no obstante, el período de estabilidad de precios, el único de genuina inversión y modernización del país de los últimos 75 años, al margen del fugaz lapso de inversión durante el gobierno de Frondizi.
Como siempre, las necesidades superaron ampliamente las disponibilidades, y el país se la pasó gastando más de lo que recaudaba, buscando cualquier alternativa a mano para financiarse. Incluso el crédito, que en determinadas circunstancias puede ser una alternativa válida, cuando se apela a él en exceso (como ocurrió en la convertibilidad) conduce inevitablemente a una situación financiera explosiva como la que hizo saltar por los aires al régimen de estabilidad que tantos beneficios reportó al país en aquella década del 90.
Una conclusión que los argentinos deberíamos sacar a esta altura del partido es que la inflación es sinónimo de estancamiento, de atraso y de pobreza. Un poco tarde y un precio demasiado alto el pagado por el país. Además, la inflación conduce inevitablemente al desorden contable, y ese ambiente es el caldo de cultivo perfecto para la corrupción, que es el mal que ha carcomido todos los estamentos y rincones del Estado, tanto a nivel nación como en provincias, municipios y cualquier ente público. La corrupción generalizada ha enriquecido a muchos sectores de la política y empobrecido aun más al país.
En ese contexto han irrumpido y se han multiplicado los fideicomisos, creado cada uno para atender una necesidad particular. Los fideicomisos son hijos directos y exclusivos del apotegma de Evita. No es necesario buscarle otro ADN.
Actualmente, la Argentina está estrenando a un nuevo líder carismático, Javier Milei, que tiene la fuerza y el poder para impactar a la sociedad argentina con un nuevo apotegma: “solo se debe gastar lo que se pueda recaudar”. A diferencia del apotegma justicialista que era de raíz humanista, esta nueva consigna tiene sus fuentes en el racionalismo y en el economicismo. Si no hay recursos, cualquier nueva necesidad no se puede satisfacer. Mientras el país vivió dominado por el anterior precepto, había que conseguir fondos de cualquier manera (vía endeudamiento, o emisión, o como sea) para dar respuesta ante cada nueva necesidad, provenga del ámbito de donde provenga, pero con primacía hacia aquellas necesidades que generarían un rédito político. Los apotegmas solo pueden alcanzar impacto social e implantarse en una comunidad cuando son trasmitidos por una figura muy carismática. Esta máxima se puede constatar en el campo de la publicidad, donde figuras del deporte o del espectáculo son usadas para trasmitir la identidad de un producto o de una empresa.
Mientras la Argentina vivió a la sombra de aquel principio, no solo las múltiples necesidades no se pudieron satisfacer, sino que condenó al país a 75 años de inflación y de fracaso, y ese fracaso generó a su vez nuevas necesidades insatisfechas.
Puede -y roguemos que sea así- que el nuevo apotegma le permita experimentar al país una nueva realidad: la estabilidad económica. Y esa estabilidad abra un nuevo horizonte para la Argentina. Para que este nuevo apotegma se afiance (“solo se debe gastar lo que se pueda recaudar”) y el país pueda percibir sus beneficios, hacen falta tres condiciones: 1) una labor pedagógica por parte del gobierno que a hoy es insuficiente; 2) que el presidente Milei sepa conducir su gestión con los equilibrios esenciales para que pueda mantenerse en el poder y 3) que la sociedad tenga la tolerancia para soportar las tremendas restricciones que un cambio tan radical de régimen económico impone.
Al fin y al cabo, la sociedad soportó 75 años de promesas incumplidas, de reiterados desencantos, de marcada decadencia, de corrupción generalizada, donde todos los activos colectivos -y muchos particulares- fueron esquilmados.