Un mundo sin ciencia y un país sin científicos
En un esfuerzo de reconstrucción fantástica, imaginemos un mundo sin ciencia. Esa civilización precientífica carecería de vacunas, antibióticos, terapias avanzadas de la medicina, internet, electricidad, energía atómica, estudios sociales, evaluaciones ambientales, teoría económica, políticas para la conservación de la biodiversidad y de una productividad agrícola acorde con los requerimientos de una población en constante crecimiento, por citar solo una pequeña muestra de las consecuencias de la ausencia de ciencia en ese mundo imaginario.
En términos de calidad de vida, estaríamos de regreso en el medioevo. Ese mundo medieval carecería además de ciencia básica, aquella que, a diferencia de la que podríamos llamar aplicada, tiene como objetivo el conocimiento y la comprensión de una parte del universo y no la solución inmediata a un problema práctico. ¿Podríamos también prescindir de esa ciencia sin esperar consecuencias negativas? El descubrimiento del método del hibridoma para producir anticuerpos monoclonales, que ahora es la base de una gran industria y un extraordinario aporte a la lucha contra el cáncer, lo hizo nuestro compatriota César Milstein en su esfuerzo por comprender el tema de la génesis de la diversidad de anticuerpos. El descubrimiento del botánico Hugh Iltis de una especie silvestre de tomates en las montañas del Perú en 1962 mejoró considerablemente la producción de los frutos de esta planta cuando se cruzó la nueva especie con una variedad comercial. La formalización de Von Neumann, Morgenstern y Nash de la teoría de juegos en las décadas de 1940 y 1950 tuvo gran importancia en disciplinas tan disímiles como la economía, la informática, la biología o la estrategia militar.
Son ejemplos de cómo áreas básicas de la ciencia también han tenido enormes consecuencias sociales o económicas. Ese mundo sin ciencia tendría como rasgo principal la ignorancia de cómo funciona el universo (y en especial nuestro planeta, con todas sus especies incluida la humana) y, como resultado, la incapacidad de reaccionar ante sus desafíos. En otra reconstrucción fantástica, imaginemos un país sin científicos. Ese país resignaría su soberanía científica, pues dependería exclusivamente de las actividades científicas de otros países, que establecerían prioridades y estrategias de investigación que no necesariamente coincidirían con las necesidades del país sin científicos. Por ejemplo, ese país distópico no tendría estrategias propias para la conservación de su biodiversidad, ni investigación sobre una enfermedad emergente que fuera endémica allí. Además, la enseñanza universitaria se vería seriamente afectada, pues enseñanza e investigación están estrechamente relacionadas en ese nivel. ¿Es posible imaginar profesores universitarios de temáticas científicas que no sean investigadores? ¿Profesores que solo basen sus cursos en libros de texto, sin agregar sus propias experiencias personales?
Un mundo sin ciencia es una amenaza al bienestar de la humanidad y un país sin científicos es una amenaza a su propio progreso. A principios del siglo XX, el gran educador y filósofo estadounidense John Dewey (1859-1952) pensó una ciencia que trascendiera el campo del conocimiento y entrara en el de los valores. “Incluso cuando la ciencia ha gozado de un ávido reconocimiento se mantuvo como una servidora de fines impuestos por tradiciones ajenas. Si alguna vez nos encontramos gobernados con inteligencia, la ciencia debe tener algo que decir sobre lo que hacemos, y no simplemente sobre cómo podríamos hacerlo más fácil y económico”.
Profesor emérito de la Universidad Nacional de La Plata, académico de número de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria, académico correspondiente de la Academia Nacional de Ciencias