Un mundo sin cementerios
Las naciones con vocación de grandeza no solo proyectan su camino a cincuenta años, sino que también preservan la memoria de aquellos a quienes deben su presente
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Desde hace mucho tiempo, basta con visitar fugazmente un cementerio para advertir el descuido en el que están las tumbas, las calles y los monumentos. Salvo los históricos, que lucen arreglados y hasta con guías turísticos que recorren sus callejuelas rodeados de público, los demás parecen reflejar no solo la muerte física de los hombres y mujeres allí sepultados, sino también la muerte del alma de una ciudad.
“Los muertos no votan”, podría ser la primera sentencia de una conclusión apresurada. Pero tal parece que tampoco votan los familiares. No; los familiares no van… y los funcionarios lo saben.
Hace décadas que no es feriado en la Argentina el 1º de noviembre, Día de Todos los Santos, que precedía al Día de los Fieles Difuntos, una fecha en la que algunos comercios cerraban y otros no. Por eso, quienes tenían que trabajar el “día de los muertos”, como popularmente se lo llamaba, aprovechaban la fiesta de la víspera para visitar el cementerio.
Ya pasaron 60 años desde que la Iglesia aceptó la cremación, bajo ciertas condiciones, e incluso habilitó cinerarios en las parroquias. Cada vez más personas recurren a esta práctica, la mayoría motivadas por el deseo de no dejar una carga a los descendientes. Tal vez los hijos se ocuparán de los cuidados póstumos; y después… después habrá ciudades sin vida, libradas a la voluntad de las burocracias. Se están perdiendo los lazos entre los miembros de la familia viviente sobre la Tierra. ¿Cómo podríamos pretender que se mantengan los vínculos con las generaciones pasadas?
La memoria pareció restaurarse en 2020 y 2021, con una gran afluencia de público a las necrópolis del mundo occidental, sobre todo en España, Italia y los países de América hispana. La conmoción por el deceso de cientos de miles de personas a causa de la pandemia de Covid sacudió la conciencia de la civilización, después de lo cual las costumbres volvieron a su cauce anterior a la peste. Pasado el shock, quedó en el alma una depresión que nos inhibe de mirar a esa compañera de toda la vida, que es la muerte.
Por otro lado, todos estamos demasiado apresurados. El home working obligatorio no nos regaló tiempo: nos sumió en un trabajo más intenso y por objetivos, en la tristeza de la soledad, en la pérdida de la proximidad con los compañeros que compartían una jornada de ocho o diez horas. Por eso los restaurantes y los cafés están atestados de público, en un desquite de propietarios y clientes contra tanto encierro injustificado. La gente volvió a los bares sedienta de alegría. Las cuarentenas dieron un nuevo golpe a la sociedad de masas, que hoy, vista a la distancia, parece que no era tan mala. Lo había predicho Alvin Toffler en 1980, cuando escribió que “la quiebra de la sociedad de masas, aunque ofreciendo la promesa de una autorrealización mucho mayor, está extendiendo, al menos por el momento, la angustia del aislamiento”.
Menos de 20 años después, la popularización de internet trajo consigo una libertad hasta entonces desconocida en el planeta y posibilidades de aprendizaje que incluso hoy nos asombran; facilitó el comercio internacional y dio poder a los ciudadanos contra el peso abrumador de los gobiernos. Sin embargo, como efecto colateral no deseado, acentuó la individualización en desmedro de las vivencias comunes.
En 1995, Nicholas Negroponte –a la sazón, el alma mater del Instituto Tecnológico de Massachusetts– había anunciado, entre muchos otros adelantos, que en el futuro próximo habría un diario digital hecho a la medida de cada persona, según sus preferencias. Esto ya existe y, además, en los periódicos convencionales, como este, los lectores pueden copiar el link de las noticias o columnas de opinión y enviarlas a sus contactos, al mismo tiempo que cada uno tiene la posibilidad de dejar sus comentarios al pie de una nota y otros responderle, a la vista de todos. Pero esto, todavía –y afortunadamente–, es una actividad que tiene un pie en la sociedad de masas y que fomenta la interacción de los ciudadanos en torno de un tema común.
Los más jóvenes ya no leen los diarios, sino que se informa cada uno de ellos en una fuente distinta, por medio de YouTube u otras aplicaciones, algo que habla muy bien de sus capacidades de selección y análisis, pero que centrifuga los intereses en desmedro de los ejes de discusión propios de una circunstancia histórica determinada.
Hace muy poco tiempo, el empresario y conductor Mario Pergolini demostró, en una conferencia que se difundió por las redes, que un campeonato mundial de globos –consistente en evitar que un globo toque el suelo– había tenido más audiencia que la transmisión de la ceremonia de entrega de los Oscar.
Los menores de 35 años tampoco miran televisión y los mayores, quienes sí lo hacen, se encuentran con una sobrecarga de chismes y comentarios que ponen el foco en los problemas íntimos de actores, actrices y hasta del público que concurre a los estudios a revelar su vida personal con detalles tales que resulta difícil entender por qué desean contarlos a todo el mundo. Es lo que Gilles Lipovetsky llamaba “el intimismo tiránico”. “Allí donde reina la obscenidad de la intimidad –escribió este admirable sociólogo francés en 1983–, la comunidad se hace pedazos y las relaciones humanas se vuelven ‘destructoras’”. Tempranamente descubrió que el narcisismo contemporáneo –como él mismo lo llama– conspira contra el sentimiento de pertenencia a un grupo o a una nación.
Toffler, por su lado, anticipó hace más de 40 años que el “creciente nivel de diversidad social”, la “acentuación de las diferencias” o lo que hoy podríamos denominar la “idolatría de las minorías” vuelven más difícil el contacto humano y el sentimiento de comunidad, nos hacen más exigentes en nuestras relaciones sociales y también hacen más exigentes a los otros. El resultado es una neurosis colectiva que lleva rápidamente a la cancelación del otro por cualquier causa y a la atomización de la sociedad.
Existen excepciones, pero pocas. El Mundial de Fútbol que ganó la Argentina nos unió en un festejo que debe tanto a la alegría del triunfo como a la euforia por el regreso a un interés compartido. Las marchas por la libertad y la república, si bien no con la misma extensión, significaron también un retorno al espíritu republicano y a los lazos honrosos de la civilidad.
¿Cuánto hace que en nuestros colegios no se canta diariamente “Aurora” o “Salve Argentina, bandera azul y blanca”? ¿Y cuánto tiempo desde que no se enseña la Historia en lugar de panfletos ideológicos?
Todos los días, a cada hora, en el Cementerio de Arlington, en Virginia, podemos ver la ceremonia de honores a la Tumba del Soldado Desconocido. Se trata de un cementerio militar en un país cuyos soldados están frecuentemente a punto de dar su vida por la nación.
Las naciones con vocación de grandeza no solo proyectan su camino a 50 años, sino que también preservan la memoria de aquellos a quienes deben su presente. Las sociedades con espíritu decadente únicamente viven un presente atomizado, sin futuro y sin recuerdos.
No; los cementerios no eran tristes. Eran la otra cara de la demasía de la vida. Como dice la canción mexicana: “¿Dónde enterrar tanta muerte de esto que hoy tanto vivimos?”.