Un mundo híbrido donde conviven el Leviatán y el algoritmo
Desde 1648, el escenario internacional es definido en función de un principio –tomado de la Paz de Westfalia– que surgió como consecuencia de la finalización de dos conflictos europeos: la Guerra de los Treinta años y la Guerra de los Ochenta años. Es así que Westfalia pasó a ser sinónimo de principio organizador y rector de las relaciones internacionales basadas en la soberanía territorial y primacía del Estado. Principio que pierde vigencia y sustentabilidad en un mundo cada vez más complejo que no puede ser definido en una palabra, ni aprehendido con los paradigmas tradicionales.
En este nuevo siglo XXI que parece emerger en los últimos años –epidemiología y polemología– guiado por los conductores de ciencia, tecnología, innovación y ecología, los avances y mutaciones no siguen una línea de crecimiento lineal, sino exponencial, planteando desafíos drásticos a la gobernanza.
En estos tiempos transitamos una era dickensiana, una suerte de “historia de dos ciudades”, en donde conviven la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Tiempo de ingravidez política. Dualidad constante en un mundo globalizado, pero no uniforme. Un mundo de convivencias y superposiciones. De interdependencias, pero también autonomías. De simetrías y asimetrías. Un escenario híbrido, y por eso la analogía con Dickens: conviven en un mismo espacio y lugar el Leviatán –el mundo clásico westfaliano– y el algoritmo –el mundo nuevo de la conectividad transfrontera de este siglo XXI–.
Y en esta tensión radica el reto, el desafío.
Por ello es necesario que a la par de la revolución tecnológica ocurra un progreso similar en la gobernanza global.
La continua disrupción tecnológica en paralelo a una población que día a día se interconecta en forma creciente, plantea nuevos y difíciles desafíos para los pueblos y gobiernos de todo el mundo. El Estado nación ha cedido parte de su monopolio de la acción y conducta global, y la preeminencia del ejercicio del poder y de la manifestación de influencia. Proliferan actores no estatales y grupos y redes de individuos. El poder estatal es desafiado desde arriba por la supranacionalidad y desde abajo por los localismos.
La realidad ha cambiado, pero los marcos conceptuales y mentales no han evolucionado en consonancia.
En esta paradoja moderna –escenario híbrido, dialógico y no binario, compuesto de territorialidad y des-territorialidad, presencialidad y virtualidad, temporalidad y atemporalidad–, tenemos que buscar nuevos paradigmas que nos ayuden a disipar la niebla y la oscuridad y aportar claridad a la realidad.
Es claro que este nuevo contexto exige un profundo cambio intelectual, científico y pedagógico.
Intelectualmente, debemos aprender a pensar el mundo en su movilidad, complejidad, en su interdependencia y en su integración, lo que es quizás contrario a la identidad misma de una clase política alimentada por la deliberación nacional y la sensibilidad hacia los intereses inmediatos.
Científica y metodológicamente no solo es necesario saber representar esta fluidez, sino también conceptualizarla, para salir de las clásicas figuras del enemigo, la frontera y las identidades excluyentes; hay que saber mirar lo social más allá de lo político.
Pedagógicamente, corresponde plantear una nueva propuesta que busque no solo ir más allá de la geopolítica de antaño, sino también más allá de las relaciones internacionales del pasado, y por lo tanto no limitarse únicamente a las relaciones entre nación y Estados.
Debemos incorporar a las sociedades, los actores sociales, los intereses sociales y los simples individuos que participan plena y cotidianamente, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, en el espacio del mundo.
El carácter actual de la política global –híbrida, o sea temporal y atemporal; presencial y virtual; territorial y des-territorial; estatal y no estatal– dificulta las capacidades de los Estados para crear autoridad legítima.
También el mundo es cada vez menos westfaliano: la soberanía pierde parte de su recurso territorial, mientras el interés nacional se recompone en lógicas complejas de transacción y cogestión –tímida y selectiva– de los bienes comunes de la humanidad.
En este nuevo escenario, la seguridad nacional pierde relevancia en favor de la seguridad colectiva, que rápidamente se globaliza. Emergen tensiones que ya no corresponden a la violencia política descripta por Hobbes, Clausewitz y Morgenthau; responden a lógicas de una nueva conflictualidad cuyos mapas ya no se asemejan a los del pasado, sino que abrazan los contornos de la frustración, la exclusión y la pobreza.
El “realismo del siglo XXI” exige colaboración y cooperación para abordar los grandes desafíos que aquejan a todos los habitantes del mundo: ecología, pobreza, inequidad y desigualdad en crecimiento, violencia desmedida y violación de los derechos humanos, desafíos de la ciencia, tecnología e innovación en nuestra vida cotidiana.
Nos enfrentamos a un caldero de inestabilidad política y feroces conflictos; la desconfianza entre las potencias mundiales está alcanzando un punto álgido. Todos estos desafíos son, en el fondo, fracasos de la gobernanza mundial.
En este contexto recrudece la crisis del multilateralismo, porque en muchos casos el debate global se desvincula de las necesidades reales y los problemas inmediatos que nos afectan a “nosotros, el pueblo”. El multilateralismo actual responde, principalmente, a un sistema centrado en el Estado, mientras que la realidad global actual ya no lo es. Es necesario tener un multilateralismo de dos vías: centrado tanto en el Estado como en “nosotros, el pueblo” (como dice el Preámbulo de la Constitución estadounidense), ya que la gran mayoría de los problemas son de orden social.
No se trata, entonces, de eliminar identidades nacionales, sino más bien de generar un nuevo diálogo, en nuevos multilateralismos que reúnan a todos los actores: ciudades, regiones, organizaciones no gubernamentales, grupos de ciudadanos… Por eso, el diseño y la construcción de un nuevo multilateralismo requieren, como apuntalamiento, una cultura multilateral. Una nueva cultura que incluya y aborde los temas que afectan a “nosotros el pueblo”, y no solo los de los Estados como tales.
De cara al futuro, los interrogantes emergen y estamos ante el dilema moral: en un mundo global, interconectado, interdependiente: ¿cómo compatibilizar los principios con las necesidades de crecimiento y desarrollo? ¿Cómo equilibrar el interés nacional con el imperativo del intervencionismo humanitario? ¿Cómo utilizar la gobernanza global para alcanzar los objetivos nacionales? ¿Cómo establecer una agenda para que los sistemas internacionales sean realmente representativos? Ante este invierno de la desesperación, debemos trabajar por la paz, el desarrollo y por un orden estable, nuestra primavera de la esperanza.
Debemos así tener sensibilidad histórica y desarrollar lo que Francis Gavin denomina proporcionalidad cronológica: el peso de los eventos históricos. ¿Qué temas que atraen nuestra atención hoy y dominan los titulares serán los relevantes dentro de 20 o 30 años? ¿Será la fecha del 24 de febrero de 2022 (guerra en Ucrania) o la del 9 de enero de 2007, fecha en que se lanzó el primer iPhone? ¿Ambos? ¿U otros? Ya que, como muy bien señala el historiador Pierre Laborie, el evento es lo que sucede con lo que sucedió.
Una atenta lectura de la historia –las lecciones aprendidas –nos ayuda a comprender que en numerosas oportunidades las decisiones políticas tomadas en las capitales del mundo pueden tener menos impacto que aquellas otras fuerzas históricas, a menudo menos visibles: la cultura, la tecnología, la demografía y la geografía. En la lógica de Isaiah Berlin, quizás debemos buscar más afinidad con el zorro – “que sabe muchas cosas”– que con el erizo –”que sabe una gran cosa”–.
Exembajador