Un “ministro fantasma” detrás de la tragedia bonaerense
Seguridad: el área, en la provincia, está a cargo de un funcionario que casi no habla, no da explicaciones, no anuncia medidas, no se acerca a las víctimas ni tiene, hasta donde se sabe, planes para enfrentar un desafío delictivo que crece sin control
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Los nombres de Alberto Quiroz y de José Luis Gómez quedarán, seguramente, perdidos en el fárrago de la burocracia judicial. Alberto tenía 26 años y se levantaba todos los días a las 4 de la mañana para atender una verdulería. Tenía el sueño de formar una familia con Juana, su novia desde hacía un buen tiempo. José Luis, de 48 años, tenía tres hijos y era detective de la División Homicidios de la Policía de la Ciudad. Estaba feliz porque acababa de sacarse un 9 en el examen para ascender a subcomisario. Sus vidas hoy se conjugan en pasado: los dos fueron asesinados la semana pasada en la salvaje y descontrolada geografía del conurbano bonaerense. A Alberto lo mataron para robarle el auto en Lomas de Zamora; a José Luis, para llevarse su moto en un barrio de Lanús. Jonathan Videla puede sentirse aliviado: “solo” le cortaron dos dedos y le quebraron un tercero. Fue anteayer, en José C. Paz, cuando lo atacaron arriba del colectivo que conduce por las calles de ese distrito colonizado por el narcomenudeo. También le perdonaron la vida a Fernando Rossi Sanz, un consultor en sistemas que “apenas” fue apuñalado en la Panamericana, donde bloquean los vehículos para cometer audaces robos en banda.
En el gobierno bonaerense, sin embargo, nadie habla de Alberto, ni de José Luis, ni de Jonathan, ni de Fernando. Sus nombres no figuran en el discurso del gobernador Axel Kicillof, distraído en su pulseada interna con Máximo Kirchner y en sus parrafadas chicaneras contra el gobierno nacional. Es un silencio cargado de significado: expresa indiferencia frente a la mayor tragedia de los bonaerenses. Expresa además voluntad de ocultamiento: lo que no se nombra no existe. Es un silencio que también habla de la naturalización de un flagelo que degrada la vida de los bonaerenses y que destroza a miles de familias condenadas a un dolor perpetuo. Pero, sobre todo, es un silencio que esconde inoperancia y una absoluta falta de gestión para enfrentar la inmensa tragedia de la inseguridad en la provincia.
¿Quién es el ministro de Seguridad del gobierno bonaerense? Hasta los más informados tienen dificultades para contestar esa pregunta. La seguridad en la provincia está a cargo de un “ministro fantasma”: casi no habla, no da explicaciones, no anuncia medidas, no se acerca a las víctimas ni tiene, hasta donde se sabe, planes ni estrategias innovadoras para enfrentar un desafío delictivo que se hace cada vez más complejo y escala sin control en el corazón del conurbano. No se le conoce la cara.
A casi un año de haber asumido, el señor Javier Alonso necesita presentación: es un eterno subordinado del anterior ministro, Sergio Berni, que hoy se divide entre sus funciones de senador bonaerense y rector del Instituto Universitario Juan Vucetich, donde se forma a los nuevos policías. Siempre fue un funcionario de segunda línea en las áreas que manejaba Berni. Es “técnico en Minoridad y Familia”, egresado de la Universidad de Lomas de Zamora. El conurbano no le resulta ajeno: nació en Banfield y vive en Avellaneda. Su voz es casi desconocida, aunque se mueve con habilidad y sigilo en los circuitos vidriosos de la política bonaerense.
Su designación como ministro expresa el desconcierto y a la vez el desapego de Kicillof frente al tema de la inseguridad. Eligió a una especie de operador administrativo que mantuviera el ministerio en piloto automático. La cartera más sensible de la provincia pasó de ser manejada por un actor hiperkinético y verborrágico que bajaba del helicóptero en los sets de televisión, como Berni, a alguien que intenta esconderse y pasar inadvertido frente a la tragedia de los bonaerenses. Uno hablaba, pero no hacía; el otro no se conoce qué hace, pero tampoco habla. Lejos de ser anecdótico, el contraste refleja la ausencia, en la cabeza del gobernador, de un perfil y una idea clara de lo que debería ser un ministro de Seguridad. Lo mismo da una especie de sheriff aparatoso que una figura burocrática y fantasmal. Hace juego, después de todo, con una tradición pendular que se refleja en la galería de ministros que ha tenido la seguridad bonaerense en las últimas tres décadas: desde un teórico del ultragarantismo como León Arslanian hasta un militar como Aldo Rico.
Hay que pararse frente a la sede de esa cartera, en la calle 2 de La Plata, para ver, corporizado, un símbolo de esa mezcla de indolencia, degradación y desconcierto. El Ministerio de Seguridad es un edificio casi abandonado, con persianas y portones oxidados, muros descascarados, mástiles vacíos y accesos clausurados. Al menos en el último año, sus puertas principales estuvieron inhabilitadas. “Se entra por el costado”, explicaba un uniformado frente a esa fachada imponente y a la vez desoladora, de la que brotan helechos por las grietas de las paredes. Tal vez sea excederse en el simbolismo y la metáfora, pero la postal retrata una gestión de “puertas cerradas” y la idea de que la seguridad es un asunto “lateral”.
Los resultados están a la vista: en lo que va de este año, las estadísticas del delito reflejan, en la provincia, un aumento del 4 por ciento, según los datos de la Procuración de la Corte. Pero más allá de las cifras, siempre discutibles y sujetas a manipulación, la tragedia se expone en “carne viva”. Los crímenes en el conurbano son cosa de todos los días. Ser chofer de colectivo se ha convertido en un oficio de alto riesgo. Y basta escuchar a cualquier familia bonaerense para comprobar que el miedo atraviesa su estado de ánimo.
Hay que recorrer las ciudades del conurbano para observar a simple vista las huellas de la inseguridad en la vida cotidiana: los comercios de barrio están completamente enrejados y atienden por ventanillas; en invierno se han acortado los horarios de atención para evitar caminar de noche; los colectivos eluden tramos de recorrido por miedo a ser emboscados; las puertas de las escuelas colapsan por un enjambre de autos y remises, porque aun en las zonas de clase media baja los padres se esfuerzan en ir a buscar a sus hijos frente al temor que les provoca que caminen solos o tomen un colectivo. Los chicos y adolescentes ya no van a las plazas, como se vio la semana pasada en el día de la primavera. La inseguridad no es el único factor que ha tendido a “encerrar” a las nuevas generaciones, pero influye de una manera decisiva. Los jubilados tienden a aislarse porque el espacio público les resulta cada vez más hostil y peligroso.
No es, por supuesto, un problema de fácil resolución ni tampoco depende exclusivamente de la gestión de un ministro, ni siquiera de un solo poder. Pero la clave está en el lugar que se le asigna al tema, en la actitud y el profesionalismo con que se lo enfrenta, y en la voluntad y la sensibilidad con la que se encara el desafío. Muchas veces tendemos a naturalizar la desgracia y resignarnos frente a la tragedia. Aspiramos, módicamente, a que no nos toque a nosotros. Pero un día descubrimos que las cosas podían ser diferentes. Rosario acaba de darnos un ejemplo de que el horror se puede frenar.
La escalada narco había convertido a esa ciudad santafesina en un infierno de asesinatos y violencia. Una acción decidida y conjunta, con un despliegue de fuerzas provinciales y federales, un discurso articulado y de firme respaldo a los uniformados, una mesa de coordinación y un diagnóstico preciso, ha permitido, en seis meses, una drástica reducción de los índices de criminalidad, según nos cuenta Germán de los Santos en esta misma edición. Rosario parece expresar un mensaje alentador: “no es imposible”. Pero es indispensable poner el tema en el centro de las prioridades, no esconderse frente a la tragedia, deponer recelos políticos y prejuicios ideológicos, pedir ayuda y ponerse al frente de un plan operativo. ¿Alguien ve en la provincia de Buenos Aires algo parecido a esto?
Lo que está en juego no es una agenda política ni un mero discurso ideológico, sino la propia vida de los bonaerenses. No se trata, entonces, de barrer la tragedia bajo la alfombra y condenar a las víctimas al olvido. Habrá que empezar por hacerse cargo, sin vedetismos televisivos, pero también sin esconder la cabeza. Más que encontrar un ministro, hace falta encontrar un rumbo. Y no resignarnos a que todas las semanas se alargue la lista de familias destrozadas por el flagelo tenebroso de la inseguridad urbana. Aunque el poder no los nombre, Alberto, José Luis y tantos otros bonaerenses que han perdido su vida por una moto, una mochila o un celular exigen una respuesta que no sean la indiferencia y el silencio. Rosario nos muestra un camino.