Un malestar bajo la alfombra, a cien días de la revuelta policial
A cien días de la revuelta, un malestar subterráneo persiste en la policía bonaerense. Se puede notar hasta en diálogos casuales con oficiales "de calle": no ocultan una bronca profunda, que va más allá de sus condiciones estrictamente salariales.
Cuando se hilvanan las frases repetidas en conversaciones espontáneas, se dibuja el mapa de la desmoralización policial. Los uniformados se sienten desprotegidos, ninguneados, expuestos a poner el cuerpo sin garantías ni respaldos, sin recompensa ni reconocimiento. Sienten algo más profundo: que son conducidos por una ideología que los desprecia. Sufren la carencia de herramientas y de autoridad
Cuando se hilvanan las frases repetidas en conversaciones espontáneas, se dibuja el mapa de la desmoralización policial. Los uniformados se sienten desprotegidos, ninguneados, expuestos a poner el cuerpo sin garantías ni respaldos, sin recompensa ni reconocimiento. Sienten algo más profundo: que son conducidos por una ideología que los desprecia. Sufren la carencia de herramientas y de autoridad.
La policía bonaerense se ha convertido en una fuerza desorientada. Se han roto los modelos de liderazgo interno y la cadena de mandos ha perdido verticalidad para transformarse en una maraña de intereses entrecruzados. Cada departamental, cada comisaría, es una suerte de feudo inorgánico que se conduce con reglas propias. En ese entramado, que apenas disimula la anarquía, se ha consolidado una amalgama de malestares y resentimientos internos que ha licuado lo que alguna vez se definía como el "orgullo policial". Desde hace décadas se ha impuesto un sistema de "sálvese quien pueda", en el que los nuevos policías sienten la impotencia de no saber bien para quién ni para qué trabajan.
Los ministros de Seguridad son vistos, desde la propia fuerza, como aves de paso; la mayoría, sin vocación ni poder para torcer las corrientes de autogobierno policial. A Berni lo perciben hoy como una figura mediática. "Pura espuma"; "mucho ruido y pocas nueces"; "todo para la televisión", son algunas de las frases recogidas en esos diálogos con policías que ponen el cuerpo en esquinas de La Plata, el conurbano y algunas ciudades del interior. Muchos se sienten usados. Perciben que el uniforme se ha convertido en un estigma y que, frente a eso, no encuentran comprensión ni respaldo oficial.
Por grupos de WhatsApp circula, entre uniformados, un torrente de datos, opiniones, quejas y sátiras que revelan, en su caótica espontaneidad, la pérdida de confianza en "la superioridad". Es algo que –según varios testimonios– se ha intensificado en los últimos meses. En esos grupos se refieren a Berni y a la ministra Frederic como "los Pimpinela". La caricatura refleja el desconcierto y la confusión que genera el contrapunto permanente entre las cúpulas de Seguridad de la Nación y la provincia.
En esos mismos diálogos informales pueden identificarse tres hitos que potenciaron el malestar policial y que son ajenos a la propia situación laboral de los uniformados. El primero fue la excarcelación masiva de presos. La policía sintió que desde el poder político se alentaba aquella apertura de las puertas carcelarias. Y muchos lo leyeron como una burda desautorización de su trabajo, acaso como una confirmación de que "no vale la pena" jugarse la vida para encarcelar delincuentes. Otro hito fueron las tomas de tierras. También en ese caso sintieron que les ataban las manos. "Se le tiene más respeto a la patota que al uniforme", dice un oficial que intervino en operativos por la toma de Los Hornos en La Plata. Pero sintieron algo peor: "A los usurpadores se les ofrecían subsidios, viviendas y terrenos, cuando nosotros ni siquiera podemos soñar con una casa propia. Veíamos que usurpar te daba más ventajas que trabajar". Otro relato: "Muchas mujeres policías sufrieron agresiones durante las tomas, pero para ellas no corre la violencia de género". Sienten que no se las defiende como a otras mujeres que son víctimas de hostilidades y atropellos. "¿Alguien habla de la violencia contra las mujeres policías?".
Un tercer hito, aunque parezca desconectado de la realidad policial, fue el cierre de las escuelas durante todo 2020. "Nuestros hijos se quedaron sin ir al colegio, pero nosotros teníamos que trabajar como siempre, incluso en turnos adicionales. Tuvimos que dejar a nuestros pibes en la calle, expuestos a esos mismos peligros que nosotros combatimos". Los sectores bajos y medios bajos de la pirámide social son los que más sufrieron el desamparo que implicó el cepo a las escuelas. Hay un cuarto elemento que, por debajo del radar, parece haber dejado una marca en el ánimo policial: el discurso oficial contra la meritocracia. Para una fuerza basada en el escalafón y los ascensos, combatir la meritocracia es combatir la esperanza de un futuro mejor. Es consagrar la idea de que "da lo mismo".
La policía bonaerense sufre un proceso de degradación institucional, corrupción estructural y desjerarquización profesional desde hace décadas. No es un fenómeno nuevo. Pero la mala noticia es que, lejos de detenerse y mucho más de revertirse, ese proceso parece acelerarse ante una mezcla de indiferencia e impotencia del poder político.
El dato acaso novedoso es que en los últimos meses se ha profundizado, en la base de la pirámide policial, una suerte de resentimiento que conduce a una actitud reticente, temerosa, desganada. Como si interpretaran las actitudes y señales del poder político como una invitación a bajar los brazos y trabajar a reglamento.
Un marcado descenso en la autoestima o el orgullo policiales se produjo con la decisión, durante el gobierno de Scioli, de abandonar –prácticamente– la formación profesional. Las escuelas de policía dejaron de aspirar a un nivel de jerarquía universitaria para convertirse, casi, en academias por correspondencia. Esos sistemas de formación, una vez que se desarman, son muy difíciles de recomponer. La falta de formación se traduce en inseguridad a la hora de actuar; muchas veces en mala praxis.
La bonaerense, históricamente, ha convivido con el virus de la corrupción. Pero también tenía antídotos y vacunas que, de alguna forma, lo mantenían a raya. La profesionalización era uno de esos contrapesos, y a esta altura casi ha desaparecido. Otros antídotos eran la autoridad, el respaldo político y judicial y, en épocas ya lejanas, también el control ciudadano. A medida que estos anticuerpos se batían en retirada, crecía en la provincia de Buenos Aires el flagelo del narcotráfico. Ese tumor se ha extendido hasta corromper nuevos eslabones de la cadena de mandos. Por eso es que muchos oficiales, cuando llegan a un allanamiento y se encuentran con búnkeres vacíos, salen con la idea de que, sin saberlo, duermen con el enemigo.
Cortar los lazos de connivencia entre la policía y las mafias exige, además de poder político, una fuerte decisión y una visión de largo plazo. No se hace en cuatro ni en ocho años. "Acá se trabaja para grabar un video y subirlo a las redes… No para transformar las cosas", dice un comisario retirado que, desde afuera, cree que la política no aspira a conducir ni a mejorar la policía, sino apenas a regularla.
Hace cien días, la revuelta mostró la punta de un iceberg. Fue la exhibición, anárquica y desordenada, de un malestar que ha roto el molde de la disciplina dentro de la fuerza. Mostró, más allá del reclamo coyuntural, a una institución desarticulada y herida en su amor propio. Creer que eso ha desaparecido, y que se ha recompuesto mágicamente el equilibrio interno, sería una indolente simplificación. Lo que se ha hecho –una vez más– es el viejo truco de esconder la basura bajo la alfombra. Para empezar a resolverlo se necesita mucho más que plata. Se necesita devolverle a la policía un sentido, una mística de servicio, una dignidad y un orgullo que se han extraviado en el laberinto infinito de su propia degradación.