Un malentendido fatal del populismo
Quizás el malentendido fatal del populismo podría expresarse de la siguiente manera: como suposición errónea sobre el carácter inofensivo del engaño a poblaciones que, estando sometidas a penosas condiciones de vida, son incitadas al ejercicio de una fallida libertad de acción.
El engaño radica en la suscripción política y jurídica de promesas de autodeterminación y libertad. Pero debido a que las condiciones de subsistencia no pueden ser enteramente borradas de la conciencia, dichas propuestas se presentan como transgresiones exitosas.
Frente a una imagen arrasadora e implacable de las instituciones jurídicas, el populismo contraataca evocando… el principio del placer. La inocuidad del engaño populista parecería estar garantizada por el carácter estrictamente individual de las transgresiones autorizadas y reconocidas como legítimas, en tanto solo podrían ser llevadas a cabo por cada sujeto y para su propia intimidad. Se trata de flexibilizar al máximo los compromisos propios de las relaciones familiares; reconfigurar identidades sexuales; y facilitar e inducir (hasta con dádivas y subsidios incondicionados) el uso y consumo de dispositivos electrónicos y sustancias adictivas para recrear ensoñaciones placenteras.
Empeñado en esta estrategia política, el populismo va ensanchando los márgenes de reconocimiento y legitimidad a fin de colmar tales aspiraciones a título de compensación y a medida que aumenta el grado de dificultad en las condiciones de subsistencia.
Pero la hipótesis de inocuidad parece cada vez más inverosímil porque la tolerancia sobre conductas individuales no puede prescindir de las derivaciones interpersonales. Estas derivaciones son las que, curiosamente, permiten sobrellevar aquellas duras condiciones de vida que el populismo aspira a negar o encubrir.
En las instituciones jurídicas, el cuidado sobre tales implicaciones interpersonales tiene un nombre: “orden público”. Determinadas cuestiones de derecho privado suelen estar resguardadas a título de “orden público”, por lo que no son susceptibles de alteración invocando la autonomía de la voluntad.
El problema social se manifiesta cuando las disposiciones de orden público, en lugar de ser modificadas o sustituidas, son directamente suprimidas por su sesgo represivo y en nombre de la libertad. Por ejemplo, el reconocimiento y la legitimación de la mayor precariedad y ligereza en los lazos familiares, de las intervenciones sobre el propio cuerpo en reivindicación del derecho a una diversidad sexual o bien la incitación al uso y consumo exacerbado de amuletos y sustancias adictivas traen consigo, necesariamente, la descalificación de una variedad de disposiciones de “orden público” instituidas precisamente para reducir los efectos de la vulnerabilidad de sujetos individuales privados de acompañamiento, fidelidad, cuidado y protección. El resultado es conocido: cuando los sujetos individuales son manipulados sin atender a sus pertenencias y referencias sociales mediante la supresión de instituciones de orden público, en lugar de una transgresión exitosa se instalan síndromes de abandono y desolación.
Finalmente, el desamparo puede invitar al alzamiento vandálico. En tales circunstancias, siguiendo a E. P. Thompson a propósito de las trágicas revueltas de campesinos ingleses hambreados durante los siglos XVII y XVIII, cabe preguntarse acerca del mensaje cifrado de los amotinados: ¿están impugnando el principio de autoridad o bien reclaman su pronta reconstitución?
Hernández, profesora titular consulta de Derecho de Familia y Sucesiones en la Facultad de Derecho de la UBA; Halperin, investigador y docente en el Instituto de Integración Latinoamericana de la Universidad Nacional de La Plata