Un mal con efectos muy concretos
Desde 2003, el panorama electoral y las encuestas de opinión no reflejan una especial preocupación ciudadana por la corrupción, que no aparece como algo relevante en el momento de decidir a quién votar.
Sin embargo, el tema sí aparece con frecuencia en los medios de comunicación, en los discursos electorales y, ahora, en algunas manifestaciones públicas, como el cacerolazo del jueves pasado. Aun así, ante la perplejidad de algunos, hay recurrentes escándalos de corrupción y una desenfadada exhibición de riquezas de muchos de nuestros gobernantes, como si no tuvieran que temer la irritación de los gobernados.
Esta falta de consecuencias no sólo judiciales sino políticas, de los hechos de corrupción, es muchas veces aparente, ya que con independencia de los actos electorales los escándalos suelen emplearse como instrumento para dirimir enfrentamientos internos.
El politólogo Manuel Balán, que investigó hechos de corrupción en América latina en los últimos 20 años, sostiene que, en su mayoría, éstos surgen a partir de disputas internas en los gobiernos. La falta de elecciones dentro del oficialismo hace que la filtración de información sobre otros sectores del Gobierno sirva como un mecanismo para apartar competidores o avanzar hacia el podio de las preferencias presidenciales.
Esto se agrava cuando el mismo gobierno presidencialista se perpetúa en el poder y cuando la oposición, fragmentada, no está, aparentemente, en condiciones de acceder al gobierno, posibilidad que –de existir– funcionaría como un elemento desincentivador de las filtraciones que pondrían al gobierno en riesgo de pasar a manos de otra fuerza política. La situación del vicepresidente Boudou es un buen ejemplo de estas dinámicas que se desarrollan según intereses ocultos, pero evidentes.
La forma en que órganos de control, medios de comunicación y habitantes en general accedemos a la punta del iceberg de la corrupción depende, generalmente, de factores como la cercanía o no de elecciones, la fortaleza de la oposición o la diversidad de fuerzas en el gobierno. Pero estos elementos son independientes de la corrupción real y de la percepción social sobre el tema, dos factores que, en principio, mantienen cierta constancia estructural en nuestro país, a juzgar por las mediciones de Transparencia Internacional a través de los años.
Tampoco ha cumplido rol alguno, ni siquiera de placebo, la existencia de políticas públicas contra la corrupción. La neutralización de las agencias anticorrupción, el retroceso en materia de acceso a la información pública y la falta de profundización de las políticas iniciadas en 2000 no han generado reacciones ni consecuencias significativas. Por otra parte, el bajísimo impacto que han tenido los escándalos en los resultados electorales deja en evidencia los altos niveles de tolerancia de una sociedad acostumbrada a la informalidad y a la evasión y que, en los últimos veinte años, se ha acostumbrado a convivir con ellos.
Además, privilegiada la gobernabilidad como bien casi excluyente después de la hecatombe de 2001, no han podido fortalecerse ni convencer otras alternativas.
Sin embargo, la corrupción no ha desaparecido. Está ahí, agazapada y lista para saltar a escena cuando otros factores –crisis económicas, restricciones a derechos individuales, mayores controles o incrementos de impuestos– activan el descontento público. Pareciera que sólo así la corrupción logra entrar en la lista de reclamos ciudadanos.
Sin embargo, la corrupción debería tener un lugar prioritario en cualquier agenda oficial por los nocivos efectos que tiene sobre la calidad de la democracia y sobre las condiciones de vida de las personas.
© LA NACION