Un lujo que no nos podemos permitir otra vez
Una inflación anual del 104% es mucho más que un dato estadístico. Es un pedido desesperado contra políticas tóxicas. Habla de la falta de una élite preparada para la responsabilidad de gobernar. También indica que la democracia desprovista de eficacia se desvirtúa hacia una mascarada de arbitrariedad y corrupción.
Pero no solo interpela. Después de veinte años de un régimen esquizoide, plantea un límite, de esos que exigen giros copernicanos. Es el fin de un equilibrio de dependencias que logró sometimientos perversos y vergonzantes, a partir de beneficios secundarios, que fueron participaciones forzadas en empresas sin contraprestación, subsidios y sobreprecios. Muchos cedieron mucha moral para llegar adonde estamos, justificándose con patéticas conveniencias individuales.
Eso llegó a su fin. Se abre una bifurcación de posibles en la democracia argentina: entre la dialéctica y el nihilismo. Un camino propone cuestionando lo que hay, pero fundamentalmente desde el sistema. El otro es más drástico: el leitmotiv que atraviesa su plataforma es un “borrón y cuenta nueva institucional”. Es el camino que afirma su existencia desde la nada, una vía de escape engañosa a la disyuntiva entre populismo y democracia liberal.
Hasta acá, el plano de la retórica. El análisis se complejiza si se da un paso hacia el cómo, el que efectiviza las ideas. Los dos caminos coinciden en el concepto central de reforma. Ambos acuerdan en que lo que está está mal. La diferencia radica en el objeto. Tomemos el desafío de la inflación como ejemplo. Uno propugna la eliminación de la moneda y de la entidad de control monetaria. Fuera peso y banco central; la nada institucional como respuesta. El otro plantea el proceso de manual para su baja, a través de la reducción del déficit y el aumento de la productividad.
En este punto de divergencias, toca encuadrar la diferencia y preguntarse qué es lo que hay que reformar. Porque, como bien distinguía Ortega y Gasset, están los defectos de la sociedad y están los del Estado. Y el orden de los factores en esta ecuación sí altera el producto. Corregir los defectos del Estado no necesariamente sana los de la sociedad; sí lo contrario.
Es necesario partir de una premisa elemental: no hay evolución posible desde una insinceridad constitutiva. Puede ser acertado negar todo, pero la negación sin nada más no abre un camino auténtico y menos posible. Es propio de la tilinguería, no de la política seria, entregarse a actitudes no definitivas que se pueden abandonar cualquier día como si fueran un disfraz. Una indecencia intelectual, eso de tener fe en la magia del abismo.
Las grandes transformaciones políticas modernas han brotado siempre con la esperanza puesta en determinadas instituciones, desde la seguridad jurídica y el Estado de Derecho como fundamento para las políticas que propiciaban. Lo opuesto es puro decisionismo, una fórmula de desesperación, con antecedentes tristes en el fascismo y sus versiones populistas telúricas. Empezar de cero para ir a ningún lado. Un lujo que no nos podemos permitir otra vez: permanecer en el vector de la decadencia y la mentira.