Un libro que desnuda las heridas del fanatismo
Desde que el grupo extremista y separatista vasco ETA, que tuvo en vilo y ensangrentada a España durante las últimas décadas, hizo pública su decisión de abandonar la lucha armada, Fernando Aramburu decidió reflejar las pasiones y las contradicciones que se querían dejar atrás: heridas no cerradas, odios, profundos enfrentamientos dentro de los mismos pueblos.
El nacionalismo vasco -como muchos, si no todos los nacionalismos- parte de una visión marcadamente romántica, siempre legendaria y fantasiosa, muy propensa al fanatismo y, en general, carente de sustanciales razones. ¿Qué lo justifica? ¿La absurda noción de raza, la oscura prehistoria, ciertas ancestrales y siempre discutibles costumbres? ¿O acaso es el fruto angosto del aislamiento y la tozudez?
En la novela Patria, que lleva una imprescindible glosa final para entender los términos en euskera, Aramburu (San Sebastián, 1959, residente en Alemania desde 1985) redacta el texto con una agilidad que compensa la abundancia de carillas. Como en muchas obras que saben atrapar la atención del lector, no faltan temas que inciten la curiosidad: dos familias enfrentadas, al menos en parte (tenue variante posmoderna de Capuletos y Montescos), también divorcios, manifestaciones y pintadas callejeras con encapuchados; discusiones violentas en los bares y en las casas; abortos en la España católica; sacerdotes enardecidos contra el gobierno central de la península; una joven mujer que queda en silla de ruedas; un joven que se aleja para ocultar su homosexualidad; padres orgullosos de sus hijos guerrilleros, otros que sienten vergüenza porque los consideran asesinos; una viuda que habla con su marido, víctima de ETA, ante su tumba en el cementerio; saludos negados entre viejos conocidos; el maltrato que reciben los vascos españoles en el País Vasco francés.
Lo más trágico del exacerbado nacionalismo vasco fue la sinrazón que llevó a matar tanto a socialistas como a miembros del Partido Popular, porque lo que cuenta es la lengua y la tradición propia; el resto son enemigos. Los victimarios se sienten víctimas. No hay lugar para el debate. Una grieta insalvable los separa: ellos o nosotros, los vascos o los españoles. Queda desdibujada la represión de Franco y hay enorme preocupación por afirmar una cultura y una literatura propias, tan exiguas en realidad.
Curiosamente -debilidad confesada por el autor- escribe hacia el final: "Lo que mi madre no desea es que su sufrimiento y el de sus hijos le sirva de material a un escritor para que componga un libro, o al director de cine para que ruede su película, y los aplaudan después, y ganen premios, mientras nosotros seguimos con nuestra tragedia a cuestas". Muy probablemente seguirán un film o una serie, pero igualmente el libro sabe transmitir en sus mejores momentos el clima de miedo y de enajenación que prevalece en las sociedades cuando se abandona la racionalidad y se da rienda suelta a las pasiones.
La falta de prudencia y de cordura abundan, pero no acarrea buenos frutos ni en el País Vasco ni en Venezuela o en los Estados Unidos. Tampoco en Gran Bretaña, Polonia, Francia o Turquía. Ni en Rusia o Corea del Norte. En ningún lado. Son temas tan antiguos como el mundo, pero lamentablemente siempre actuales en su cruenta amenaza. Los nacionalismos, como las férreas ideologías o las convicciones religiosas integristas, han llevado a guerras terribles. Y no sólo en el pasado, sino también en el presente. Y los nacionalismos no son propiedad de las derechas ni de las izquierdas: son fenómenos que reivindican presuntas razones sin asidero en la ciencia, en la filosofía o en las grandes tradiciones religiosas. Son, más bien, cerrazones mentales, pereza para pensar, incapacidad para debatir, cercanas a cualquier dogmatismo que nos aleja de la condición humana y de la perplejidad inherente a cualquier forma de inteligencia.
Al pasar por Madrid, en enero pasado, las discusiones entre intelectuales, periodistas y libreros, aunque también en los medios y en muchas familias, estaban atrapadas por la novela de Aramburu que acababa de publicarse. Un verdadero best seller de 650 páginas que superó las expectativas de los editores y del autor, y sigue vendiendo miles de ejemplares, también ahora en la Argentina. ¿Da para tanto Patria? Sí, al menos, para reflexionar sobre una llaga que dejó tantas víctimas y que en su ignorante prepotencia no supo argumentar nada serio ni dar motivos de discusión racional. Es terrible advertir tanta confluencia de pocas razones y estéril resentimiento. De no haber existido esos brotes de violencia adolescente e injustificada, incluso apoyada desde los ámbitos políticos, desde la cultura mediática y desde los púlpitos, España se hubiera ahorrado muchos sacrificios una vez superada la Guerra Civil. Hoy, fuera los de los enclaves vascos, ese país siente verdadera indignación por una historia que lo enlutó.
Pero, entonces, ¿qué es la patria?, podría preguntarse el lector de Aramburu. Hay palabras de Jorge Luis Borges para ensayar una respuesta: "Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos./ Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo/ cargado de batallas, de espadas y de éxodos (...)./ Nadie es la patria, pero todos lo somos".