Un instrumento indispensable contra la corrupción
Difícilmente sea atribuible a la casualidad que la misma semana en que una sala de la Cámara de Casación Penal rechazó el planteo de inconstitucionalidad de la ley del arrepentido en la causa de los cuadernos el presidente de la Nación haya salido públicamente a denostarla. Habló de un instituto "que había entrado por la ventana" y agregó que, si fuera por él, simplemente "la derogaría". Poco tiempo antes, y en momentos en que los jueces estaban considerando los planteos de imputados en esa causa, donde también se encuentra acusada la vicepresidenta, Alberto Fernández había atacado tanto la ley del arrepentido como su uso en esta causa en particular. En declaraciones a distintos medios, hizo mención de "un sistema de compraventa de testimonios", explicando que por aplicación de este instituto en Brasil, Ecuador y la Argentina se lo había utilizado "para perseguir a dirigentes políticos opositores".
Nunca es bueno que un presidente se inmiscuya en causas judiciales en trámite, al menos dentro del esquema constitucional republicano bajo el cual fue elegido
Nunca es bueno que un presidente se inmiscuya en causas judiciales en trámite, al menos dentro del esquema constitucional republicano bajo el cual fue elegido. Pero si, por compromisos previos, fidelidad a su ahora aliada política (olvidándose de todo cuanto dijo antes de la consagración de la fórmula presidencial), Alberto Fernández siente que debe hacer sus mejores esfuerzos para aliviarle la carga de estar imputada en varios procesos, tal vez sería bueno recordar algunas de todas estas cosas.
La llamada "ley del arrepentido" se aprobó en 2016 con una amplia mayoría de votos, de variados sectores políticos. Así lo hizo notar el juez Diego Barroetaveña, de la Cámara de Casación Penal, en su voto reciente que confirmó la constitucionalidad de la ley. La versión final del proyecto recibió en Diputados ciento treinta y ocho votos positivos, sin votos negativos ni abstenciones. En el Senado, donde se habían introducido modificaciones al proyecto original, la aprobación contó con cincuenta y siete votos afirmativos, solo cinco negativos y ninguna abstención. En esa oportunidad concurrí como invitado para exponer acerca de las características del proyecto, y recibí muy precisas e interesantes preguntas de senadores en ese momento de la oposición. Mi opinión entonces, que mantengo, es que se estaba ante un instrumento necesario y que, bien administrado, resulta casi indispensable para combatir fenómenos de crimen organizado con participación de personas en situación de poder. Claramente no es verdad, entonces, que estemos ante un instituto que hubiese "entrado por la ventana".
Sostener además que estamos ante una herramienta destinada a la persecución política de ciertos líderes latinoamericanos me parece, en verdad, una tremenda simplificación. Lo que deben hacer los jueces, como se hizo con gran éxito en Italia en la llamada operación Mani Pulite, que, al igual que entre nosotros, giró en torno a graves sospechas de sobreprecios en la obra pública, es verificar si existe, antes de la obtención de las declaraciones de los "arrepentidos", una base sólida a partir de la cual comenzar seriamente una investigación. Claramente no es correcto detener gente porque sí y empezar a "negociar" arrepentimientos con la amenaza de una irregular y extendida prisión preventiva que carezca de todo sustento. Para decirlo más fácil, el juez que ordena una detención, la cual abre campo a un proceso de "negociación" de la fiscalía interviniente con el ofrecimiento de ventajas procesales, tiene que tener antes de esa detención razones concretas para justificarla. Sabemos que en la causa de los cuadernos se contaba con el prolijo relato del chofer Centeno, y los fiscales intervinientes aseguran haber hecho muchas medidas probatorias para verificar que no se estaba ante un relato fantasioso. Desde ya el juicio oral que se celebre deberá determinar con precisión si esas detenciones iniciales estaban o no justificadas en evidencias previas. De comprobarse que no lo estaban, los imputados tendrán entonces un buen argumento para sostener que el proceso se edificó sobre la base de una arbitrariedad de origen. Pero también es cierto que existieron confesiones de personas que ni siquiera adhirieron al régimen del "arrepentido". Por último, será también función de los jueces, en el marco de la inmediación y amplitud probatoria que garantiza el juicio oral, determinar algo de la mayor relevancia, como es la real voluntariedad de quienes se incriminaron mediante su "arrepentimiento". En suma, la etapa del juicio oral servirá muy especialmente para aclarar estas cuestiones. Respecto de ese juicio, es también claro que sería deseable que se inicie de una vez y tenga un ritmo de juicio "en serio". Esto es, que no esté dominado por esa lentitud exasperante de otros juicios que se vienen celebrando en casos de corrupción, con una única audiencia semanal, centenares de testigos no siempre con conocimiento real de los hechos, interrupciones, lecturas innecesarias de documentación y presentaciones dilatorias que quien conduce el juicio debería simplemente desechar sin más trámite, y demás condimentos que hacen que se tarden varios meses, cuando no años, en determinar si un delito se cometió o no.
También debería tenerse presente que esta institución del "arrepentido" existe en países como España, Alemania, Bélgica, Luxemburgo, Italia, Francia, Bolivia, Costa Rica, Colombia y Portugal, además de los Estados Unidos y Brasil. Entre nosotros, los antecedentes legislativos se remontan no solo a casos de estupefacientes, secuestros extorsivos, terrorismo y lavado de activos, a partir de leyes sancionadas en la década del noventa. El Código Penal, en su redacción originaria de 1921, contempló igualmente la posibilidad de eximir de pena al conspirador para el delito de traición si la revelaba a la autoridad antes de haberse comenzado.
Resulta muy difícil construir un país si los actos de corrupción, que pueden alcanzar tanto a funcionarios públicos como a empresarios acostumbrados a aprovecharse de las arcas del Estado, no cuentan con razones para temer que sus hechos ilícitos se descubran. Nuestro país incorporó en la reforma de la Constitución de 1994, en su artículo 36, una provisión por la que se considera que "atenta contra el sistema democrático quien incurra en grave delito que conlleve enriquecimiento". Luego de ello, se aprobó la Convención Interamericana contra la Corrupción, repleta de declamaciones acerca de que "la corrupción socava la legitimidad de las instituciones, es un instrumento de la criminalidad organizada", y otras fórmulas de igual contenido moralizante.
Pero parece claro que a la hora de aplicar en serio estos postulados, enseguida parecemos dispuestos a encontrar razones para que la corrupción se mantenga. En este contexto, sería deseable que la clase política permita a los jueces actuar sin presiones ni anuncios que interfieran con su análisis de los hechos que tienen frente a sí. Bastantes causas de preocupación tienen nuestros gobernantes con lo que está sucediendo en el presente como para convertirse en analistas de pruebas que ni siquiera conocen en profundidad.
Abogado, especialista en derecho constitucional