Un infierno hecho de sombras y fantasmas
Juan Rulfo escribió Pedro Páramo, su única novela, en 1955. En esa obra maestra de la literatura hispanoparlante, Rulfo cuenta el viaje que hace Juan Preciado a Comala, el pueblo espectral donde según su madre vive su padre, y allí va pues a buscarlo, a encontrarse con ese hombre al que jamás ha conocido en un paraje agonizante de casas vacías y puertas desvencijadas, caliente como el infierno, con sus espíritus vagando por calles desiertas, sus almas en pena, apenas sombras y voces con las que Pedro Páramo habla como si él estuviese vivo, pero quién sabe.
Volví a recordar la novela magistral de Rulfo la tarde en que supimos que Frida, la niña de 12 años que durante horas angustiantes había mantenido al mundo con el corazón en la boca, sepultada con vida bajo los escombros en una escuela, no era más que una ficción, la alucinación de un rescatista que creyó ver una manita moverse en un hueco entre los escombros y escuchar el hilo de voz de una niña pidiéndole ayuda como Juan Preciado escuchaba las voces de los difuntos en Comala. Sólo Dios sabe qué hizo que ese hombre cegado por la fatiga diese la voz de alerta a sus compañeros voluntarios y elevara su puño al cielo pidiendo silencio, y entonces se detuviesen los aullidos de miedo y de dolor y asomara una brillo tenue en los ojos desorbitados de espanto. Quizás haya sido tan sólo la fe, o ese modo que tienen los mexicanos de tutearse con los difuntos desde tiempo inmemorial -el tiempo de los mayas y los aztecas-, como sucede el Día de los Muertos, cuando las calles se pueblan de máscaras y los niños comen calaveritas de azúcar y los mayores visten las tumbas de sus difuntos con coronas de rosas, girasoles o cempasúchitl. Pero unas horas después el desencanto ensombreció al mundo entero, pues la niña que había dicho llamarse Frida y estar acompañada por otros 19 niños sobrevivientes terminó siendo un espejismo en el desierto de un dolor indecible.
Hombres, mujeres y niños habían sido escupidos la mañana del último martes de casas y edificios públicos, en medio de una paz de muérdago, para conmemorar otro aniversario del terremoto que el 19 de septiembre de 1985 se había devorado miles de vidas. Había en las calles rostros de dolor y ojos inyectados de pánico, abrazos de cobijo, sollozos y gritos de otro mundo, cuerpos tendidos en el piso, cientos de personas simulando las consecuencias de la catástrofe con tal de ahuyentarla, de espantar la muerte, de quitársela de encima. Y, de pronto, se oyó el primer estruendo, un bombazo de rajar la tierra, la vida convirtiéndose en un tembladeral, mierda, güey, qué pasa, hermano, no me abandones, diosito, la ciudad envuelta en polvo y espanto, los corazones desgarrados y los cuerpos sepultos bajo los escombros en un santiamén, en lo que dura un chasquido de dedos, los edificios derrumbándose, la tierra rasgándose, los cuerpos cayendo en las entrañas del mundo. Es cierto, güey, esto está ocurriendo, chinga tu madre.
Cómo no sentirse conmovido cuando las imágenes de la televisión empiezan a transmitir las imágenes de ese infierno, y cómo no conmoverse otra vez cuando en la revuelta de escombros en busca de vidas humanas un puño se eleva al cielo, el puño de alguien que pide silencio porque creyó haber escuchado un gemido, quizás un murmullo o menos que eso, y entonces todos debemos enmudecer -quienes están en el lugar de los hechos, pero también el mundo entero, que sigue la tragedia con el rezo en los labios y el corazón en la mano- para oír con atención el rumor que puede filtrarse en el amasijo de hierro y cemento, de cascotes y desperdicio, hasta que el puño se deja caer y los rescatistas, con desconsuelo, pero también esperanzados, vuelven a remover las ruinas del desastre, la vida cotidiana hecha añicos, y así. Hasta que uno de ellos, quizás afiebrado, el cuerpo vencido y la mente embotada, sólo Dios sabe, cree escucharla, una voz pequeñita y exhausta que le dice en un susurro que tiene 12 años, que está debajo de una mesa, que otros niños como ella están a su lado, y el mundo entero contiene la respiración, ríe y llora de felicidad y de rabia, pues tenemos que llegar a ella, güey, tenemos que traerla con nosotros, hermano, y el rescatista le dice que pronto le dará agua, ya estamos cerca, Frida, sigue hablándome, pronto te llevamos a casa, Frida, qué nombre tan bonito, y escucha cómo ella le contesta, la sombra de una voz como las que oye Pedro Páramo en Comala.
PLAYLIST
Mientras escribí este texto escuché: La llorona, Chavela Vargas; La cantina, y Trazos, Lila Downs