Un incidente peligroso para la libertad de cátedra y de expresión
Hace pocos días, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, a una conocida figura pública, Ricardo López Murphy, diputado nacional y ex ministro, autorizado para disertar en uno de los lugares tradicionales de esa casa de estudios (el “Salón Verde”), se le impidió –físicamente- acceder al lugar. Después de una discusión el evento pudo finalmente realizarse, pero en otro sitio de la Facultad.
Quienes bloquearon el acto inicial, conforme la crónica citada, fueron estudiantes de una agrupación política. El motivo: que el disertante se “habría ocultado desde 2001″. Hubo quien argumentó, asimismo, que la protesta era legítima por “ser pacífica”. Por su parte, algunas autoridades de la casa de estudios, según informó LA NACION, habrían minimizado la situación, por su transitoriedad y por no haber llegado a mayores. El asunto podría concluir así, en lo administrativo, sin averiguación o sanción alguna.
Pero las cosas no son tan simples. Que en una universidad se obstaculice a alguien enseñar en un aula no es un dato menor, sino un ataque directo al corazón mismo de lo que es un centro de estudios de ese nivel. Es decir, es una ofensa grave y directa a la libertad de cátedra y de expresión, vitales -además- en una democracia. En otras palabras, resultó un acto profundamente antisistémico.
Al mismo tiempo, el agravio se perpetró mediante el uso de la violencia. Como reseña la crónica periodística, el grupo actuante bloqueó el ingreso al Salón. No dificultó al acto con una mera invitación a los concurrentes para que no entraran al lugar, sino que, manu militari, se arrogó el uso de la fuerza e impidió materialmente ese acceso.
En tercer lugar: con ese proceder, se perjudicó tanto a quien debía hablar, como a quienes querían escucharlo. Se afectó, en paralelo, a la dimensión individual y a la social de la libertad de expresión. La infracción fue inconstitucional, ya que se trata de un bien protegido por nuestra ley suprema, y también un ataque a la Convención Internacional de los Derechos Humanos.
Como cuarta observación, si el episodio no se investiga y sanciona se sentaría un lamentable precedente, que por supuesto puede autorizar y a legitimar a que, de ahora en más, cualquier grupo obstaculice el dictado de clases, conferencias, seminarios y reuniones por el estilo, argumentando el pretexto que discrecionalmente quisiese invocar. Con el agregado de contar, por razones de igualdad de trato, con un “derecho” (en verdad, contraderecho) emanado del no castigo por actuar así. En efecto, para muchos aficionados al derecho constitucional (y en especial, para los adheridos a posiciones antisistémicas), basta con que algo no esté punido para que sea lícito y por ende, permitido.
En resumen, se estaría consagrando un ilimitado poder de veto académico a favor de quien gustare discrecionalmente ejercerlo, lo que importa escribir una triste página más de nuestra abundante cultura de la impunidad, de la cancelación y del caos, esta vez diseñada para los institutos educativos superiores.
Es por ello que el “caso López Murphy” tiene particular interés y trascendencia, que excede en mucho a sus protagonistas. Involucra, reiteramos, problemas de libertad de expresión y de cátedra, de convivencia universitaria, de respeto hacia el otro, de conductas ejemplares y de otras repudiables, que huelen a fascismo. De ningún modo debe desatenderse y archivarse, decisión esta, de concretarse, hedonista y facilonga, que en vez de concluir con el asunto, puede multiplicarlo y proyectarlo hacia un futuro incierto.
El autor es profesor titular emérito de UBA.