Un golpe de Estado tecnológico podría no ser solo una ficción futurista
PARIS.- Dentro de poco tiempo –acaso solo unos años– el mundo presenciará con perplejidad un golpe de Estado perpetrado por algunas de las grandes multinacionales de las Tech Giants o de los otros colosos que componen el exclusivo sector de la Gafam en Estados Unidos (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) o sus homólogos chinos de BATX (Baidu, Alibaba, Tencent y Xiaomi). Esa lista no es exhaustiva porque entre los grupos más poderosos del planeta figuran sociedades que eran poco conocidas hace apenas pocos años, como el fabricante de semiconductores Nvidia, la automotriz Tesla o la red social china TikTok, que figuran ahora en el ranking de las empresas más valorizadas del mundo.
Con razón o sin ella, las Tech Giants o las multinacionales ubicadas en el top 100 mundial se sienten asfixiadas por los marcos impositivos, jurídicos, reglamentarios y éticos que regulan el funcionamiento del sistema internacional. Y, en algún momento, podrían sentirse tentadas a apropiarse de un país africano, una isla del Pacífico o una republiqueta del Caribe para transgredir con absoluta impunidad todas las restricciones legales que les impone actuar en el marco de un Estado de Derecho. Tomar el control de un país para desmantelar el Estado y modelar su estructura jurídica a voluntad les permitiría conservar todas las ventajas de un mundo globalizado sin sus inconvenientes.
En su último libro, D’or et de jungle (De oro y de jungla), Jean-Christophe Rufin, miembro de la Academia Francesa de Letras, propone un escenario de anticipación geopolítica de esa índole. Durante su carrera como diplomático en África, conoció de cerca la vulnerabilidad de países que podrían ser devorados de una dentellada por esas multinacionales que producen ganancias anuales 10 o 100 veces más importantes que el PBI de muchos Estados.
Ese thriller inquietante no es un simple delirio surgido de la fértil imaginación de un escritor. La posibilidad de un golpe de Estado tecnológico al servicio de un gigante de la high-tech es una de las hipótesis estudiadas por el Red Team. Esa unidad especial fue creada en julio de 2019, justo antes de la pandemia de Covid, por el Ministerio de Defensa francés con la Universidad PSL (París Ciencias y Letras) para imaginar las amenazas que podrían poner en peligro la seguridad del país o intuir la trayectoria de las actuales “tendencias negras” capaces de trastornar los grandes equilibrios geopolíticos de este mundo en ruptura. Todos los gobiernos tienen, en verdad, organismos de prospectiva que tratan de escudriñar a través de las brumas del presente para anticipar el futuro.
En la mayoría de esos estudios aparece, con más o menos vigor, un común denominador que cobra fuerza entre los gigantes industriales y financieros para liberarse de la “asfixia provocada” por una regulación internacional que –a su juicio– devora sus beneficios, mutila la creatividad y bloquea la expansión. Sin dejarse enternecer por el principio de responsabilidad social que inspira a los gobiernos cuando definen sus políticas fiscales, todos esos gigantes recurren –desde hace años– a ingeniosas astucias de “optimización fiscal” para reducir la carga tributaria que generan sus operaciones.
Las multinacionales se rehúsan, por lo general, a seguir pagando impuestos siderales y prefieren hacer malabarismos contables para desembolsar un tributo simbólico en el país de actividad y transferir la mayor parte de sus ganancias en forma semilegal a países más atractivos en materia impositiva. La OCDE (Organización de Cooperación y Desarrollo Económico) denuncia con frecuencia que las empresas del llamado grupo Gafam optimizan una parte de sus beneficios en “centros de inversión irreprochables”, como Chipre, Hong Kong, Singapur, Irlanda, Luxemburgo, Holanda o Suiza, que les permiten reducir su carga fiscal entre 18 y 41%, sin necesidad de ensuciar su prestigio en paraísos fiscales de dudosa reputación como las islas Vírgenes británicas, Caimán, Bahamas o Bermudas. Aun recurriendo a ese sistema, les quedan colosales fortunas ocultas “bajo el colchón”, que salieron a la luz en 2017, cuando la reforma fiscal de Donald Trump permitió a las empresas norteamericanas que operan en el exterior repatriar 217.000 millones de dólares de Europa y otros 163.000 millones del Caribe.
Con esa potencia de fuego financiera, cualquiera de las Tech Giants o de las multinacionales ubicadas en el top 100 mundial podría sentirse tentada algún día a fabricar un Estado a medida para transgredir con absoluta impunidad todas las restricciones legales que le impone actuar en el marco de un Estado de Derecho.
En 2004, el hijo de Margaret Thatcher realizó una experiencia de probeta cuando contrató un grupo de mercenarios para intentar un putsch en Guinea Ecuatorial. Existen precedentes históricos más ilustres: la Compañía Británica de las Indias Orientales financió a partir de 1757 dos siglos de ocupación militar y colonización de la India que beneficiaron esencialmente a los accionistas de ese titán financiero.
En 2024 sería más atinado recurrir a una milicia privada o –mejor aún– a alguna de las private military companies (PMC) que actúan como prestatarias de servicios. Esos verdaderos ejércitos, que poseen armas de última generación y son tan eficaces como las fuerzas regulares de un país, irrumpieron como actores importantes del sistema internacional en los años 1990, cuando Estados Unidos contrató a Blackwater (actualmente denominada Academi), Aegis Defence Services y DynCorp International para respaldar a las fuerzas norteamericanas, principalmente en las guerras de Afganistán e Irak. El grupo ruso Wagner, de Evgueni Prigozhin, intervino en los conflictos de Siria, Ucrania y otras regiones africanas al servicio de intereses rusos. En muchos casos, aprovechó esa presencia para operar en forma independiente y pillar los recursos mineros de esos países. Detrás de los recientes golpes de Estado en Mali, Guinea, Burkina Faso y Níger aparece la sombra de Sandline International (Gran Bretaña) y Executive Outcomes (Sudáfrica).
En el fondo, no existen diferencias sustanciales entre estas milicias de seguridad y los grupos de mercenarios que actuaron durante la década de 1960 en el Congo y otros escenarios africanos. Se trata del mismo oficio con instrumentos hipersofisticados. Los hombres de Academi (ex Blackwater) y del Africa Corps y Redut (ex Wagner) tienen poco que ver con aquellos soldados de fortuna. Ahora son todos expertos en el uso de armas high-tech y manejo de drones tácticos para reconocimiento de objetivos militares, vigilancia, logística y comunicación. Detrás de los hombres que operan en el campo de batalla, sus empresas cuentan con batallones de hackers entrenados que organizan ciberataques y neutralizan todos los espectros de energía hasta que consiguen paralizar por completo un país.
En un hipotético golpe, detrás de ellos desembarcaría un ejército de abogados con los nuevos instrumentos jurídicos del país “listos para usar”; equipos de científicos y teóricos transhumanistas dispuestos a poner en práctica las investigaciones distópicas que permitirán implantar tecnología aumentada en el ser humano, clonar embriones humanos, potenciar la inteligencia artificial y desarrollar otros centenares de otras invenciones condenadas por la ética y reprimidas por la ley. Un escenario de esa índole prefigura los contornos prometeicos que podría tener el mundo disruptivo que se perfila en el futuro.ß
Especialista en inteligencia económica y periodista