Un gobierno a la deriva encara la guerra non sancta contra la inflación
Hoy empieza, supuestamente, la “guerra contra la inflación”. ¿Se anunciarán medidas enmarcadas en un programa de estabilización bien diseñado y pronto a ser implementado con experiencia y credibilidad? ¿O, como es habitual en el ecosistema K del que el peronismo aún no se desacopla, pretenderán utilizar viejos instrumentos que jamás funcionaron (controles de precios, ley de abastecimiento), presentados con una retórica encendida y anacrónica? Tal vez, peor aún, apunten hacia los “nuevos responsables” (la disrupción en los mercados de energía y alimentos que genera la atroz invasión rusa de Ucrania) para un problema que aquí es endémico y estructural.
La falta de credibilidad no se limita a los integrantes de un equipo económico que, al margen de sus intenciones, carecía de credenciales, volumen político y autonomía capaz de establecer un programa de política económica con la sofisticación y la profundidad necesarias para intentar revertir la larga decadencia argentina. El formato y la disfuncionalidad que adquirió el binomio presidencial profundizaron las tensiones inherentes al presidencialismo de coalición que en sus intentos previos, en el país y en la región, fracasó o evidenció dificultades monstruosas. A esto se suma otro obstáculo: si el Gobierno hubiera tenido alguna ambición reformista, ya no una vocación transformacional, se habría encontrado con un aparato estatal elefantiásico, ineficiente, opaco y con bolsones de desidia y corrupción, donde anidan, resisten y se reproducen actores económicos, políticos y sociales que, con narrativas “progresistas y populares”, se convirtieron en una maquinaria conservadora y extractiva que tiene de rehén a una sociedad civil exhausta y maltratada.
El mejor ejemplo de esta oligarquía enquistada en el aparato del Estado es el diputado cordobés Pablo Carro, que pertenece a la CTA e integra los segmentos ultra-K. Acaba de proponer otro “impuesto a la riqueza”, que en su momento se había justificado por la excepcionalidad de la pandemia, por una década, con el rimbombante nombre de “Aporte solidario y temporario (sic) para mitigar el impacto del endeudamiento con el FMI”. En declaraciones radiales, Carro reconoció que se trata de una medida transitoria hasta que se reforme el sistema tributario, “que es lo que hay que hacer”. Se ve que mucho apuro no tiene. Se trata de una iniciativa destinada al fracaso dada la correlación de fuerzas que impera en el Congreso desde las elecciones del año pasado. Sin embargo, pone de manifiesto que el kirchnerismo duro se volvió una fuerza testimonial que prefiere aislarse de la agenda de gobierno para satisfacer un programa radicalizado sin chance alguna de ser implementado. “Se la llevaron en pala”, dijo Carro. No se entiende si se trata de una denuncia o una confesión.
Esta “economía de guerra” pretende ser comandada por un presidente que sufrió una durísima derrota electoral hace apenas cuatro meses, con índices de aprobación bajísimos y que se ocupó de degradar su prestigio y su palabra, pero que se anima a plantear esta gesta colectiva contra la inflación carente de credibilidad, en especial si consideramos que el Gobierno es el principal beneficiario: al margen de los mecanismos inerciales y de las estrategias defensivas de los actores económicos en un contexto de altísima inestabilidad macroeconómica, los regímenes de alta inflación como el que sufre la Argentina tienen como causa excluyente el financiamiento monetario del déficit fiscal. El Gobierno usa un Banco Central sin autonomía para definir la política monetaria y obtener recursos para financiar el gasto público. Esto ocurre por tres factores principales: falta de acceso al crédito voluntario, carga fiscal demasiado elevada (riesgo de aumento de evasión o elusión impositiva o incluso una rebelión fiscal abierta o encubierta) y agencias de recaudación que carecen de capacidad administrativa, recursos informáticos y personal entrenado para fiscalizar el cumplimiento de la legislación. En el caso argentino se cumplen las dos primeras. Extraordinariamente, los gobiernos pueden enfrentar coyunturas críticas que “justifiquen” gastos no planificados (una pandemia, una guerra) recurriendo al Banco Central para financiar al Tesoro. En la Argentina, la emergencia es permanente.
Este mecanismo perverso es de muy difícil reversión. Cuando baja la inflación como resultado de una política monetaria más restrictiva (aumento de la tasa de interés), si no se recortan los gastos de manera significativa, tiende a incrementarse el déficit fiscal. Esto sucede porque la recaudación se inclina hacia la baja (el mayor costo del dinero desalienta el consumo y la inversión; se incrementa el costo financiero del cumplimiento fiscal; a menudo aparecen rumores sobre nuevas amnistías tributarias que relajan el compromiso de los contribuyentes), mientras que los gastos siguen indexados a la inflación pasada. Como consecuencia, crece el riesgo de default, contagia al mercado cambiario y al sistema financiero en su conjunto: las famosas corridas. Por esto muchos especialistas se inclinan por terapias de shock sobre las estrategias gradualistas. A menos que exista un liderazgo muy decidido o un precipicio por delante, los políticos, aversos al riesgo, buscan opciones más conservadoras para evitar costos electorales, conflictos e inestabilidad. Se inclinan hacia opciones menos ambiciosas aunque impliquen un horizonte mediocre sin, en teoría, turbulencias o “saltos al vacío”. La experiencia sugiere que, en general, fracasan.
La inflación de febrero es solo un indicio de lo que viene: se agotó el tiempo de la procrastinación y el Presidente tratará de esconder las medidas de ajuste acordadas con el FMI en una retórica intervencionista, con las consabidas peleas con los “egoístas sectores concentrados” de la economía, que solo sirven para engañar a cada vez menos desprevenidos. La cuestión de las retenciones vuelve al centro de la escena. Pero en las últimas semanas quedó demostrada la influencia de la oposición en la agenda pública: torció el brazo del oficialismo para modificar la ley del acuerdo y amenazó con no presentarse en el Senado si se castigaba aún más a la agroindustria. Esto a su vez reforzó el vínculo que une desde 2008 a los ahora integrantes de JxC con el campo y genera nuevas tensiones para el Gobierno, a las que se suman gobernadores “propios”, como los de Córdoba o Santa Fe.
Jefe de un gobierno adicto a la inflación, Alberto Fernández no se resigna a abandonar el sueño de su reelección y combina marketing electoral –reflejado en sus incursiones por el conurbano– con esfuerzos para que los sectores más duros del FdT prefieran el silencio y la frustración a, como diría el tango, “el dolor de ya no ser”, beneficiado por el control de los recursos públicos. Pero su superficialidad y su estilo errático y confuso ya cansaron a muchos de quienes supuestamente lo apoyan. La enorme mayoría de los gobernadores, que concurrieron al Congreso liderados por Manzur para hacer lobby a favor del acuerdo con el Fondo, van a adelantar las elecciones bastante antes de las primarias de agosto del año próximo. ¿Estará tentado el Presidente de hacer lo mismo? Parece poco viable: necesitaría una mayoría calificada del Congreso. “A menos que esté dispuesto a debatir la boleta única y la flexibilización del sistema de las PASO para que el ganador pueda seleccionar a su compañero de fórmula”, reflexionan cerca de dos de los principales candidatos de la oposición. Los tiempos se aceleran y los márgenes de acción se acotan.