Un fin del mundo que ocurre en cámara lenta
El fin del mundo ya ocurrió por lo menos una vez, según una de las teorías más fundadas sobre el dramático ocaso de la cultura rapanui, que floreció alguna vez en la Isla de Pascua y dejó como testimonio esas extrañísimas y monumentales estatuas de piedra, los moáis. Alrededor de nueve siglos se supone que pasaron entre la llegada de los primeros pobladores de la isla, navegantes provenientes de la Polinesia, y el momento en el que, al filo de su extinción, sumidos en guerras tribales y entregados al canibalismo, fueron "descubiertos" por expedicionarios holandeses que, a principios del siglo XVIII, hicieron pie en esa isla lejos de todo, pequeño laboratorio, según el biólogo y evolucionista Jared Diamond, de la autodestrucción de un pueblo mediante la técnica del ecocidio, popularizada ahora a nivel global y que consiste, básicamente, en terminar con toda posibilidad de supervivencia como producto de la destrucción sistemática e irresponsable de las condiciones de vida vegetal y animal.
El ecocidio rapanui, según esta teoría que Diamond describe en su libro Colapso. ¿Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen?, de 2004, tuvo lugar de manera lenta pero inexorable, a través del agotamiento progresivo de los recursos de la isla y el quiebre casi definitivo de un equilibrio que entró en crisis por la acción del hombre. Cuando los primeros europeos llegaron hasta allí, de los tupidos bosques de palmeras que alguna vez cubrieron la isla prácticamente no quedaban rastros y las tierras cultivables, de pobre calidad y barridas por el viento y por un clima inclemente, eran objeto de feroces disputas. El colapso –el fin de ese mundo– ya había ocurrido.
Que la escasez de recursos provoque competencia y –cuando la carencia se agudiza– también violencia es algo visto y conocido y que ha sido uno de los motores de la historia. No es eso lo que interesa extrapolar de la tragedia de la Isla de Pascua, sino el interrogante que ésta plantea a un mundo que hace muy poco por preservar sus fuentes de vida y que, posiblemente, de la misma manera en que los pobladores de la isla provocaron a ciegas las condiciones de su propia destrucción, avanza en cámara lenta y sin casi darse cuenta hacia un ecocidio similar. No es el fin del mundo que pronosticaron los mayas (o la interpretación maliciosa de su calendario), con fecha precisa (y a primera vista errónea) y colosales cataclismos planetarios, sino una marcha continua e imperceptible en esa misma dirección, provocada también por el hombre. Lo que equivale a decir, además, que la predicción maya de alguna manera estaba en lo cierto: el fin del mundo probablemente esté ocurriendo en este preciso momento, sólo que tan lentamente que no lo notamos, cuadro a cuadro en un largometraje que combina escenas del derroche irresponsable de agua, la tala de bosques, el exceso de basura y el exceso de contaminación; el abuso y la degradación de la tierra, la exterminación de especies y la depredación de los mares.
La progresiva destrucción medioambiental y la competencia creciente por recursos cada vez más escasos son escenas de una catástrofe posible. El fin del mundo está pasando, pero no parece todavía un destino ineludible: el colapso de la Isla de Pascua no es necesariamente un espejo que nos devuelve imágenes del futuro. Pero puede servir de advertencia.
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