Un fallo saludable para la república
La reforma constitucional de 1994 introdujo un nuevo órgano, el Consejo de la Magistratura, con diversas funciones; entre ellas, las de seleccionar los candidatos a jueces mediante concursos que valoraran su idoneidad, y la de intervenir como acusadora en los procedimientos de remoción de estos. Ambas competencias le correspondían antes exclusivamente al poder político. Ahora el Presidente sigue teniendo la atribución de nominar a los jueces, que luego requieren también el acuerdo del Senado, pero su discrecionalidad se ha acotado: solo puede elegir a uno de los tres nombres que le eleva el Consejo. En cuanto a la remoción, el Consejo suplantó a la Cámara de Diputados y el Jurado de Enjuiciamiento al Senado. El objetivo de la reforma fue que la ponderación política - que sigue existiendo - se complementaría con una profesional. De ahí la participación de representantes de jueces y abogados.
El pecado original de la reforma fue que no previó con precisión la integración de ese nuevo órgano. Las divergencias que se plantearon en el seno de la Convención Constituyente hicieron que la cuestión fuera deferida a una ley del Congreso. De todas formas, aunque lo ideal hubiera sido que la composición estuviera fijada con exactitud en la Constitución, esta no le dio un cheque en blanco a los legisladores. Determinó las pautas de integración del Consejo, que no son simples recomendaciones, sino mandatos explícitos. Dentro de esas pautas, estableció que debía haber un equilibrio entre los estamentos surgidos de la representación parlamentaria, de los jueces y de los abogados.
La primera ley que reguló el Consejo fue la 24.937, sancionada en 1997, fruto de intensas negociaciones y que respondió a un consenso entre los bloques con mayor envergadura. No era, a mi juicio, ideal, porque no respetaba estrictamente el equilibrio exigido por la Constitución, pero fue una solución posible en el marco de la correlación de fuerzas de la década del noventa. El Consejo se componía de veinte miembros y era presidido por el presidente de la Corte. Se integraba con ocho legisladores nacionales, cuatro representantes de los abogados de la matrícula federal, cuatro jueces del Poder Judicial de la Nación, un representante del Poder Ejecutivo y dos representantes del ámbito académico y científico.
En 2006, durante la presidencia de Néstor Kirchner, el Congreso modificó esa composición a través de la ley 26.080, con el propósito de aumentar la proporción de representantes políticos. Redujo el número de miembros a trece y suprimió la presidencia en el presidente de la Corte. El estamento político pasó a contar con siete de los trece miembros (seis legisladores y un representante del Poder Ejecutivo) a expensas de los estamentos profesionales. Esta es la composición actual, que la Corte acaba de declarar inconstitucional. En el interín, como parte del paquete de leyes bautizado como de “democratización de la Justicia”, en 2012, durante la segunda presidencia de Cristina Kirchner, el Congreso aprobó otra modificación de la integración del Consejo: conforme a esa norma los representantes de los estamentos profesionales serían elegidos por toda la ciudadanía, como si se tratara de diputados. Era tan manifiesta la inconstitucionalidad de esa reforma que en un plazo muy breve la Corte así lo determinó en el fallo “Rizzo”.
Pero quedaba pendiente el planteo de inconstitucionalidad de la ley vigente, la 26.080, que había sido formulado por el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires. Quince años después de la sanción de esta ley, la Corte finalmente se expidió. En el voto mayoritario, suscripto por los doctores Rosatti, Maqueda y Rosenkrantz, se destaca que ya en “Rizzo” el alto tribunal había señalado cuál era a su criterio la noción constitucional de equilibrio entre los estamentos: “que ningún sector cuente con una cantidad de representantes que le permita ejercer una acción hegemónica respecto del conjunto o controlar por sí mismo al cuerpo” (considerando 25). El equilibrio, tal como lo ha entendido esta Corte, consiste entonces en la imposibilidad de que alguno de los cuatro estamentos pueda llevar adelante acciones hegemónicas o controlar al Consejo por sí y sin necesidad de consensos con otros estamentos (…) “La reseña normativa efectuada respecto del régimen de integración, quorum y mayorías en vigencia hace evidente que el estamento político cuenta con el número de integrantes suficientes para realizar, por sí, acciones hegemónicas o de predominio sobre los otros tres estamentos técnicos, en clara transgresión al equilibrio que exige el art. 114 de la Constitución Nacional. Así, el estamento político cuenta con un total de siete (7) representantes -seis (6) legisladores y un (1) representante del Poder Ejecutivo-, número que le otorga quorum propio y la mayoría absoluta del cuerpo, lo que le permite poner en ejercicio, por sí solo y sin la concurrencia de ningún representante de algún otro estamento, todas aquellas potestades del Consejo para las que no se ha fijado una mayoría agravada, las cuales -consideradas en su conjunto- revisten significativa trascendencia”.
Por lo tanto, la Corte resuelve que la integración dispuesta por la ley 26.080 es inconstitucional y exhorta al Congreso a sancionar una nueva ley conforme a las pautas de equilibrio expuestas. Pero no se queda en la mera exhortación: determina que si en un plazo de 120 días corridos el Congreso no dicta esa ley, la composición del Consejo volverá a ser la de la ley original, de 20 miembros. La disidencia del doctor Lorenzetti discrepa con esa determinación y entiende que una ley derogada no puede ser “resucitada” por los jueces. Sin embargo, era necesario lidiar con la posibilidad de un vacío legal, que hubiera traído consecuencias funestas. En tal sentido, la solución de la Corte resulta plausible, ya que no sustituye al Poder Legislativo, sino que, ante su omisión, señala las consecuencias, aplicando la misma norma que el Congreso ya había dictado originalmente.
Un fallo saludable para la república. Queda, no obstante, el sabor amargo del tiempo transcurrido. No tiene el menor fundamento jurídico que un caso de esta índole demora quince años en ser resuelto definitivamente. Miremos para adelante y procuremos que la justicia no siga siendo mancillada. Y si lo volviera a ser, esperemos que los jueces actúen con la adecuada celeridad que requieren las cuestiones institucionales básicas.
Diputado nacional (m.c.), presidente Asociación Civil Justa Causa