Un experto en procesos de paz, junto a los refugiados de la guerra
Difícilmente algún conflicto internacional escape a su radar, y quizás esa mirada global –y también su ADN de diplomático– lo llevan a aplaudir hoy las muestras de solidaridad de buena parte del planeta hacia la sufriente población ucraniana. En diálogo con LA NACION al mismo tiempo exhorta a quien lo escuche a no dejar de mirar otros escenarios de guerra, hambre o persecución política en distintos rincones del mundo, y de ayudar a quienes huyen de ellos: los refugiados. Aquellos que dejan todo atrás –la muerte, la destrucción– y no saben qué les tiene reservado el mañana.
Jan Egeland es un experimentado diplomático noruego, cuyo nombre captó la atención mundial en la década de 1990 por haber integrado el equipo mediador que posibilitó los acuerdos de paz de Oslo entre israelíes y palestinos que buscaban poner fin a décadas de enfrentamientos en la región y se vieron luego malogrados por la recurrente violencia. Tejidos en el más sigiloso secreto en la fría ciudad nórdica, los acuerdos firmados en 1993 entre Yitzhak Rabin y Yasser Arafat abrieron una esperanza de convivencia que no se pudo concretar.
Con una experiencia de 30 años dedicados a la defensa de los derechos humanos, la ayuda humanitaria y la resolución de conflictos, son pocas las zonas calientes del mundo que no lo vieron a Egeland desempeñarse en forma directa, ya sea como negociador de paz, en tareas de asistencia o como asesor de la ONU: Siria, Afganistán, Guatemala, la exYugoslavia, Darfur, Chipre, Sri Lanka, República Democrática del Congo, Colombia, El Líbano, los países asiáticos devastados por el tsunami de 2004, son algunas de ellas. Desde agosto de 2013, Egeland se desempeña como secretario general del Consejo Noruego para Refugiados, que supervisa las tareas de ayuda del organismo en más de 30 países afectados por conflictos o desastres naturales.
Como parte de esa labor dejó la tranquila capital noruega el 25 de marzo último para viajar a Polonia, epicentro de la ola de refugiados que huyen de la guerra en Ucrania, en una nueva misión humanitaria. Allí, en Varsovia, y junto al alcalde de esa ciudad, Rafal Rzaskowski, inauguró pocas horas después un nuevo centro de recepción para los desplazados. La instalación, ubicada cerca de la estación de trenes de Varsovia Este y con capacidad para recibir hasta 2500 personas por día, ya está en funciones y proporcionando una comida caliente, asistencia médica y psicológica y espacio para juegos infantiles a familias recién llegadas de Ucrania.
En solo un mes, Polonia –cuya generosidad es puesta de relieve por el Consejo Noruego– abrió sus puertas a dos millones de personas que huían de la guerra. La meta del organismo era poder asistir hasta a 200 mil refugiados para fines de abril, también con apoyo legal y económico para aquellos que lo necesiten.
“El número de víctimas de la guerra ha sido extremadamente alto para un período tan breve. Estamos presenciando el éxodo humano más rápido en este siglo. La violencia ya ha forzado a 10 millones de personas a abandonar sus hogares en solo un mes. Dos instalaciones de salud son atacadas cada día, hay pueblos reducidos a escombros, ciudades sitiadas, cientos de miles de mujeres, niños y hombres sin agua potable o electricidad”, señala Egeland. Un panorama dramático que no le impide destacar con satisfacción la “gran demostración de solidaridad pública” y el “impulso político” para ayudar a la población de Ucrania afectada por la crisis.
“Los llamados de emergencia de la ONU, pidiendo un total de 1700 millones de dólares para la población ucraniana y de los países vecinos alcanzados por la guerra estuvieron cerca de satisfacerse el mismo día en que fueron lanzados”, apunta.
No obstante, esa primera reacción dista mucho de ser, a su criterio, suficiente, haciéndose eco de algunas críticas sobre el tratamiento diferente dado en Europa a los refugiados por la guerra en Ucrania con respecto a los que escaparon de situaciones similares en otras partes del planeta. Por ejemplo, los sirios en 2015.
“Los líderes europeos también tienen que quebrar el cerrojo de indiferencia que existe hacia los conflictos que existen en otras partes del mundo. La velocidad con la cual la Unión Europea, la ONU y las organizaciones internacionales actuaron para responder a la guerra en Ucrania debería generar la misma urgencia para dar solución a otras crisis olvidadas de nuestro tiempo. La condena masiva, los llamados al cese de la guerra, la rapidez para movilizar fondos de ayuda y la apertura de fronteras para aquellos ciudadanos que buscan protección deben ser replicados ante otras emergencias”, afirma. Y amplía: “El sufrimiento humano a escala global ya había alcanzado niveles sin precedente antes de que estallara el conflicto en Ucrania. Actualmente en Afganistán hay 24 millones de personas que dependen de la ayuda internacional para sobrevivir. Diez millones en la región de El Sahel (norte del continente africano) sufren por el hambre. Cuatro millones de somalíes padecen por la sequía. Y la lista sigue”.
Egeland se muestra especialmente preocupado por la situación en Afganistán, que sigue agravándose dramáticamente y no solo requiere de más fondos para la asistencia a la población, sino de medidas políticas que eviten un “colapso económico total”. El país vive una situación caótica: un 60 por ciento de la población requiere de ayuda para subsistir. De acuerdo con el secretario general de la ONU, un 95% de los afganos no come lo suficiente y 9 millones están amenazados de hambruna. Desde el retiro de los Estados Unidos en agosto de 2021, los talibanes se afianzaron en el poder, asfixiando los derechos de la población, especialmente de las mujeres. Miles trataron desde entonces de huir del país, y la crisis ucraniana no ha hecho más que reforzar la idea de muchos afganos de que el mundo se ha olvidado de ellos.
A fines de marzo, la comunidad internacional se comprometió a aportar 2440 millones de dólares en ayuda humanitaria para evitar el fantasma de la hambruna en Afganistán, cifra que estuvo lejos de los 4400 millones que la ONU esperaba recaudar. Un total de 41 países se comprometieron a aportar fondos en una conferencia virtual de donantes organizada por el organismo internacional, el Reino Unido, Alemania y Qatar.
La merma en las donaciones para otras regiones en crisis (Yemen, Myanmar, el sur de Sudán o los territorios palestinos) ya se hace sentir, y es una de las tres consecuencias que a juicio de Egeland generará la guerra entre Rusia y Ucrania. Las otras dos son: crisis alimentaria y energética (ambos países son exportadores en esos rubros) y, desde el punto de vista diplomático, el riesgo de parálisis en el Consejo de Seguridad de la ONU, al surgir diferencias entre sus miembros, lo que dificulta la toma de decisiones.
Sin embargo, la pregunta clave para muchos hoy es si, a pesar del sombrío panorama que se presenta en Ucrania, hay espacio para el optimismo.
“Debemos tener esperanza, siempre hay posibilidades para la paz. Lo que se necesita son dos partes que entiendan del sinsentido que significa continuar matando y destruyendo ciudades. Es muy posible que se alcance un cese del fuego humanitario, una separación de fuerzas y un diálogo sobre el territorio en disputa, las minorías y futuras alianzas militares. Es mucho más difícil discutir sobre el futuro de Jerusalén que alcanzar un acuerdo de coexistencia pacífica entre Rusia y Ucrania”, afirma.
Quizás una de las diferencias entre aquella época (la del conflicto en Medio Oriente de los años 90) y la actual sea la existencia de otra “guerra”: la de las redes y la información. Egeland sostiene que las fake news (“armas que se utilizan fuera del campo de batalla”, según su definición), no afectan las tareas humanitarias.
“La ayuda es distribuida por nuestro propio personal en el lugar y luego de hacer una evaluación en el terreno, en los pueblos y ciudades donde la población huye y necesita asistencia. Por lo tanto, en ese sentido las fake news no influyen de la misma manera”.ß