Un escritor inevitable al que muy pocos pueden leer
De nada sirvió hasta ahora la admiración que le profesaran Julio Cortázar, Juan Rulfo o Mario Vargas Llosa
En literatura, afortunadamente, no existe el efecto Bandana. Se puede explicar fácilmente por qué hay autores menores que captan el interés del lector ocasional, pero a diferencia de otras disciplinas (como la música pop, el cine industrial o el teatro comercial) nadie sabrá nunca cuál es la fórmula para construir un bestseller: hasta el marketing tiene sus límites. Tampoco se puede tener la certeza de cuál es el tiempo que debe transcurrir para que la obra de algunos autores alcance cierta visibilidad, y la mayoría debe esperar a la vejez, o la muerte, para que los lectores cobren noción de la existencia de sus libros. El peruano Julio Ramón Ribeyro fue uno de esos escritores opacados por el llamado Boom Latinoamericano, y si bien publicó en vida diez obras de teatro, tres novelas, varios tomos de relatos y algunos textos ensayísticos que recibieron importantes premios, para muchos lectores sigue siendo un perfecto desconocido. De nada sirvió hasta ahora la admiración que le profesaran Julio Cortázar, Juan Rulfo o Mario Vargas Llosa (para quien Ribeyro es el mayor cuentista peruano): sus libros, sobre todo en la Argentina, son prácticamente inconseguibles.
Ribeyro nació en 1929 y murió en 1994. Estudió Letras y Derecho, vivió fuera del Perú buena parte de su vida, trabajó de periodista en París y fue embajador de su país ante la Unesco. Hiciera lo que hiciese, jamás dejó de escribir. Mientras alguno de sus contemporáneos se consagraban construyendo las grandes novelas latinoamericanas del siglo XX, él se dedicaba con obstinación al cuento, y a ciertos textos de carácter indefinible (entre la reflexión y el ensayo) que lo mantuvieron en un discreto segundo plano. Viviendo entre europeos, era muy consciente de que su literatura no era lo que los demás esperaban de un latinoamericano en el exilio: "El Perú que yo represento no es el Perú que ellos imaginan o se representan: no hay indios o hay pocos, no ocurren cosas maravillosas o insólitas, el color local está ausente, falta lo barroco o el delirio verbal", escribió. Mientras tanto, publicaba sus relatos, algunos de ellos inolvidables ("Al pie del acantilado", "Silvio en El Rosedal", sobre todo esa maravillosa autobiografía apologética del cigarrillo titulada "Sólo para fumadores"), siempre reunidos en distintos volúmenes bajo el oportuno nombre de La palabra del mudo.
Escribió cuentos con una conciencia plenamente moderna, atravesados por el escepticismo y la ironía, en los que los personajes persiguen sueños y deseos irrealizables
Lector de Pirandello, Poe, Maupassant, Kafka, Joyce, Hemingway y Borges, escribió cuentos con una conciencia plenamente moderna, atravesados por el escepticismo y la ironía, en los que los personajes persiguen sueños y deseos irrealizables, eternos protagonistas de sus frustraciones. "El mundo de mis libros es un mundo más bien sórdido, defectista, donde no ocurre nada grandioso, poblado por pequeños personajes desdichados, sin energía, individualistas, marginados, que viven fuera de la historia". Hubo una sola edición de Alfaguara, en 1994 (Cuentos completos) , de los 87 relatos que Ribeyro llegó a escribir. Después de eso, un largo silencio. En los últimos años la editorial Seix Barral y Espasa Calpe relanzaron en España ediciones de sus ficciones breves, y también el diario que llevó durante algunos años, La tentación del fracaso. Poco tiempo atrás la Universidad Diego Portales de Chile, cuyo catálogo es una especie de rara maravilla, editó La caza sutil y otros textos , sus escritos sobre literatura.
Pero haciendo honor a su carácter marginal, es en los márgenes en donde tal vez se encuentre lo mejor de su obra. En sus diarios, pero también en un libro inclasificable para el que Ribeyro eligió el título de Prosas apátridas: un conjunto de doscientas reflexiones breves sobre los temas más variados, que hoy podrían leerse como un compendio de entradas al blog de un tipo algo triste, pero de una cultura, una sensibilidad y una inteligencia inusuales. Allí puede hablar tanto de los límites de la memoria ("Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer") como de la infancia y la madurez ("Los años nos alejan de la infancia sin llevarnos forzosamente a la madurez. La madurez es una impostura inventada por los adultos para justificar sus torpezas y procurarle una base legal a su autoridad"); de la historia y el arte ("Las grandes obras de la creación humana, sean libros sagrados, poemas épicos, catedrales o ciudades, son anónimas. Lo importante no es que Leonardo haya producido La Gioconda sino que la especie haya producido a Leonardo") o de la escritura y la vida ("No creo que para escribir sea necesario ir a buscar aventuras. La vida, nuestra vida, es la única, la más grande aventura").
Que no haya manera de conseguir los libros de Ribeyro en las librerías locales es apenas una anomalía más de las que describen la distracción, cuando no la ceguera, de quienes diseñan la oferta editorial en la Argentina
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