Un enemigo en el que proyectar el mal
La Presidenta hizo una alusión a la Noche de los Cristales , de la Alemania nazi, homologándola con los recientes linchamientos producidos en la Argentina. La comparación puntual no resiste demasiado análisis. No pueden compararse arrebatos espontáneos y delictivos de personas aisladas con el plan programático de aniquilación del pueblo judío, comandado por un Estado, de lo cual aquella noche fue sólo un eslabón inicial. Sin embargo, con toda certeza hay rasgos de aquella época sobre los que es posible reflexionar hoy como país. Y es muy positivo, en esta línea, el anuncio del Gobierno sobre la construcción del Monumento del Holocausto, en Palermo, ya que tiene significación hacia el pasado, en tanto conmemoración y homenaje a las víctimas, y hacia el futuro también, en tanto aprendizaje.
La reflexión sobre esta cuestión es oportuna, además, porque se cumplieron hace poco los 50 años del informe de Hannah Arendt sobre el juicio del año 1961 en Jerusalén contra Adolf Eichmann, el nazi que organizó el transporte masivo de los deportados judíos hacia su genocidio. El informe dio origen a la célebre noción de banalidad del mal (concepto en sí mismo proclive a ser banalizado), pero que sigue siendo un tema clave de reflexión. Por supuesto, el análisis de la tragedia que supone un Estado criminal es retroactivamente aplicable a nuestro país, pero quisiéramos acentuar en esta ocasión cuestiones más sutiles del alma humana puestas en juego.
En la reciente película de Margarethe von Trotta sobre Arendt, se muestra la enorme indignación que produjo en su momento el informe. Una de las causas fue la responsabilidad que Arendt asignó a los Judenrat, Consejos Judíos con los que solía entenderse Eichmann, que para ella terminaron contribuyendo a la masacre nazi. Sin embargo, uno podría pensar que en el enojo generalizado probablemente haya habido una cuestión mucho más profunda. Porque Arendt describe los fallidos esfuerzos del fiscal por convertir a Eichmann en un monstruo, cuando en realidad el hombre que tenía enfrente era apenas un burócrata, un cumplidor de órdenes, un "vulgar cartero", como lo definió uno de sus entrevistadores.
Hubo que lidiar, entonces, con la perplejidad de que un ser mediocre pudiera convertirse en un genocida. Así, el juicio contenía un boomerang latente e inesperado hacia la humanidad misma, ya que la posibilidad del Mal se situaba al alcance de cualquiera. El juicio abrió a la conciencia la posibilidad de que cualquier persona "normal" se torne, a cierta altura, incapaz de distinguir entre el bien y el mal. A partir de ello, se tornó insoportable que un mal de esa radicalidad hubiera sido producto de una banalidad.
Ahora bien, lo que se desprende del diagnóstico es aún peor. Si uno mira detenidamente la cuestión, la decepción extrema es que al horror de lo ocurrido no pueda asignársele, como responsable, un correlato de magnitud equivalente. En efecto, era necesario que el causante tuviera las características monstruosas del mal infligido. Pero el escándalo fue la comprobación de una incomprensible asimetría, de una ausencia de proporciones entre la causa y la consecuencia. (Aunque se supiera de antemano que cualquier castigo para Eichmann, incluida la horca, era inconmensurable con el crimen.) Es necesario observar, entonces, que una necesidad profunda de ese juicio, además de llevar a la Justicia a un siniestro criminal, era asignar un rostro para el Mal. Y es en esa asignación que el juicio se frustra. Allí radica lo difícil de aceptar, porque si el rostro del Mal es insoportable, la ausencia de un rostro para asignarle es todavía peor.
Esto tiene que ver con la naturaleza humana, cuyo problema más acuciante, junto con el de la finitud, es el esfuerzo por metabolizar la idea del Mal. No hay nada más inquietante que el Mal que flota amenazante sobre nuestras cabezas sin poder ser localizado en una instancia concreta. Y nada más inquietante que la ausencia de un blanco sobre el cual proyectar la desdicha en general. Esta faceta humana merece particular atención, porque se trata de una necesidad sumamente peligrosa, que puede ser explotada políticamente mediante la construcción de enemigos que la apacigüen.
De hecho, en sus años recientes, nuestro país se vio enteramente sumergido en esta psicología. Es decir, en una denodada búsqueda por marcar a los enemigos del pueblo y por encontrar rostros que absorbieran la idea del Mal. La permanente traza, la división de la comunidad entre los que estamos aquí y los que están allí, entre los de arriba y los de abajo, es el germen potencial de la violencia hacia los demás, y de la no consideración del Otro como un semejante. Como señalara Lance Morrow: "Mal son todos los que están fuera de la tribu. Una lógica perversa y eficiente que identifica a los otros con el Mal justifica el mal contra ellos".
Y agrega: "Una de las técnicas del Mal es hacer que la gente piense en categorías. Los seguidores del marxismo-leninismo piensan en la «burguesía» como una categoría, en una clase, no en los seres humanos". Burgueses, empresarios, terratenientes, piqueteros de la abundancia, medios concentrados o quien esté a mano para ocupar la vacante. Pensar al otro como inmerso en una categoría abstracta y digna de odio es una de las técnicas que nos permite eclipsar su humanidad, a la vez que nos permite dirigir el mal hacia ellos. Por suerte, en este caso, sin consecuencias extremas. Pero, cada persona que queda subsumida bajo el rostro del Mal pierde su propio rostro. Es fácil, por su abstracción, considerar superfluo a quien está demonizado bajo una categoría.
Esta belicosidad categorial, para llamarla de algún modo, fue dañando en estos años la calidad de la democracia. En efecto, la democracia, más allá de ser un régimen de consensos, es esencialmente un régimen de resolución de conflictos. Si en vez de trabajar para resolver las disputas sectoriales de manera no destructiva, se invierte el proceso, y se intenta destruir a algunos de los contendientes de esa disputa, se anula el sentido mismo de la democracia. Podríamos señalar, sin embargo, que frente a la descarnada búsqueda de dividir a los argentinos y frente a la fuerza del estímulo, la reacción de nuestra sociedad ha sido moderada. Acaso haya funcionado lo vivido en décadas previas como una vacuna contra los discursos de extrema división, y eso nos protegió de un agrietamiento mayor en las placas tectónicas de la sociedad.
Por cierto que no habría que bajar la guardia ni terminar de creerlo. Así como se ha señalado que uno de los logros más grandes del Mal ha sido convencer a la gente de su inexistencia, también el retorno relativamente reciente a nuestra democracia podría convencernos de que la historia de violencia política de la que venimos es cosa del pasado. La propia Arendt nos recuerda que tan pronto un delito ha hecho su primera aparicio´n, su repeticio´n se convierte en una posibilidad más probable que la inicial.
En cualquier caso, es visible que en la Argentina la violencia no ha desaparecido, sino que ha mutado, de violencia política macro a violencia social micro. Y en este contexto inflamable también es de una gran irresponsabilidad la pirotecnia verbal, el señalamiento a dedo de los enemigos, la incitación al castigo. El Gobierno parece haber intuido algo de esto, porque ha moderado el tono de la belicosidad. En este nuevo formato, la Argentina requiere que la Justicia deje de comportarse como una abstracción, que opere a fondo, y que sea implacable con la violencia y el delito. La Justicia es nuestra única reparación para ciertas formas del mal.
Y necesitamos también que se aleje por completo de la justicia por mano propia. En efecto, Arendt señala también que la ausencia de reflexión es peor que los instintos más siniestros de la humanidad y que existe un nexo fundamental entre la irreflexión y la maldad. En el caso puntual que examina, el corazón del problema radica en que Eichmann había renunciado a pensar. También se renuncia a pensar cuando en una sociedad se da el efecto manada y se olvida aquella línea de Antonio Porchia que dice: "Cien hombres juntos son la centésima parte de un hombre". Finalmente, de manera increíble, Eichmann citaba el sentido del deber en Kant para justificar su cumplimiento de órdenes. Como se ve, todo puede ser utilizado para la perversión. Porque Kant dijo exactamente lo contrario: todo hombre se convierte en un legislador –señala lo que cree que debiera ser un hombre– al momento de actuar.
© LA NACION