Un elogio de la vejez
La Legislatura de la ciudad de Buenos Aires ha designado al doctor Carlos Santiago Fayt personalidad destacada en el ámbito de las ciencias jurídicas. La distinción contrasta con el parecer de algunos funcionarios y periodistas que han sugerido que, debido a su avanzada edad -superó con holgura los 90 años- debería renunciar al cargo de juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El ministro decano, nombrado por Alfonsín en diciembre de 1983, comenta que su designación es anterior a la última reforma constitucional que prescribe como edad tope 75 años, que su situación en consecuencia escapa de esa limitación y que seguirá en su cargo mientras considere que tiene fuerza y capacidad para desempeñarlo. No pretendemos hacer una defensa de Fayt -no la necesita-, sino, a la par que destacar algunos de sus méritos, plantear ciertas reflexiones sobre la vejez por la que el juez transita con dignidad.
Se trata de un profesional de valía, autor de una treintena de obras dedicadas en especial al pensamiento político y a la teoría general del Estado, profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires, quien no dudó en renunciar a sus cátedras en la infausta Noche de los bastones largos; entre otros antecedentes respetables ha sido durante dos períodos presidente de la Asociación de Abogados de Buenos Aires.
¿Cuántas son las personas que alcanzan una edad muy madura haciendo gala de su lucidez? De muchos ejemplos recuerdo un caso reciente de nuestro medio: el del ilustre jurista Segundo V. Linares Quintana. La muerte lo sorprendió a sus 103 años cuando el maestro se hallaba completando uno de sus tratados.
La vejez, tercera o ahora cuarta edad, es una etapa de la vida a la que no deseamos llegar. La miramos a la distancia y como a algo que no nos incumbe, pero a la que, casi sin darnos cuenta y de manera inconsulta, el paso del tiempo nos la impone por necesidad: cuando hemos entrado en ese proceso de declinación ya no hay marcha atrás. Se da la paradoja de que nadie quiere alcanzarla, pero cuando se ha ingresado en ella no se desea abandonarla: el estadio siguiente es la muerte.
Hace unos años, en una de las últimas visitas de Carlos Fuentes a nuestro país, un periodista le preguntó si en la vejez mantenía vivo el espíritu creativo. El novelista le respondió que "no tenía vejez sino juventud acumulada". La respuesta, al margen de una cuota de humor, encierra mucho de verdad, ya que todo depende de cómo uno enfrente las etapas de la vida.
Y esa "juventud acumulada" -que redunda en sabiduría y prudencia- es el bien más preciado que posee alguien de edad avanzada y nadie, por más que se esfuerce, puede arrebatarle la experiencia adquirida. Los antiguos valoraban a los ancianos; en ciertos Estados, así en Lacedemonia, integraban el Concejo, un órgano de dictamen inapelable. Esa distinción obedecía a que poseían un saber al que los que aún no habían alcanzado la vejez todavía no tenían acceso. Por su longevidad gozaban de un aura casi sacra. Se los veía en una suerte de tiempo transhistórico al margen de los avatares y circunstancias de la vida cotidiana: desde ahí podían juzgar con mayores conocimientos y ecuanimidad. Sabían simplemente porque habían vivido mucho (recordemos que saber se vincula con sabor, vale decir, con algo que se conoce porque se lo ha experimentado).
Para hablar de una vejez honrosa me remito a un tratado que Cicerón escribió hace poco más de dos milenios y que tiene plena vigencia. El orador tenía entonces unos 60 años; ¿acaso era un anciano? Para nosotros que, gracias a las artes médicas y a los fármacos, hemos prolongado la vida, el orador no sería un viejo sino una persona madura. Para un romano, cuyo promedio de vida entonces era los 45, era un anciano, pero eso no impidió que a los 62 años se divorciara de Terencia luego de casi tres décadas de matrimonio, se casara con la joven Publilia y siguiera escribiendo páginas celebérrimas, así "Catón mayor o acerca de la vejez". Se trata de un pequeño ensayo acerca de cómo conducirse en la vejez -lo que hoy algunos llamarían un libro de autoayuda-, valioso en cuanto a ideas y estilo.
El texto simula un diálogo entre tres personajes históricos: Catón el viejo, entonces de 84 años, y dos jóvenes: Escipión menor, hijo del famoso Paulo Emilio, y su amigo Cayo Lelio. Éstos se asombran de que el estadista hubiera alcanzado una edad muy madura y que se encontrara en plenas condiciones físicas y mentales. El viejo Catón les da sus razones, a la par que desbarata cuatro motivos según los cuales la vejez resulta miserable: 1º) La vejez aparta de las actividades; sí, de las del cuerpo, pero las grandes cosas no se hacen con la fuerza, sino con el consejo, la autoridad y la opinión. 2º) Hace perder la fuerza física; eso es indudable, pero ese debilitamiento puede ser morigerado mediante ejercicios corporales, alimentación adecuada y espíritu altivo; 3º) La edad provecta impide concretar ciertos placeres; es cierto, pero disminuye también el deseo de experimentarlos e incluso permite disfrutarlos aunque se los vea desde lejos; 4º) Está cerca de la muerte. Es verdad, pero ya que no somos inmortales debemos saber aceptar nuestra partida con serenidad, sólo así la vida puede ser más llevadera. Siguiendo ideas epicureístas sostiene que, si tras la muerte nada nos aguarda, no hay por qué temerle y, apoyado en las estoicas, si la muerte es la puerta para la vida eterna, entonces deberíamos desearla. Cicerón enriquece sus afirmaciones con testimonios y pareceres sobre el comportamiento honroso de muchos ancianos ilustres; así el caso de Sófocles. Cuenta el orador que los hijos del dramaturgo presentaron una demanda contra su padre porque entendían que a causa de su edad muy avanzada -entonces era nonagenario- desvariaba, con lo que ponía en riesgo el patrimonio de la familia. Citado por el areópago para su defensa, el poeta recitó fragmentos de Edipo en Colono, pieza sublime que acababa de componer, dando así prueba de su lucidez mental y de la brillantez de su genio, con lo que fue absuelto de la ignominiosa acusación.
El autor es filólogo y ensayista