Un drástico cambio de modelo económico
Conviene comenzar aclarando las cosas: el triunfo de Milei constituyó una extraordinaria bendición para la Argentina. De haber ganado la otra opción hubiera significado la más profunda degradación moral del país. Y, paradójicamente dicho esto, no se pretenden minimizar las múltiples críticas que a diestra y siniestra advierten -o alarman- sobre el temperamento presidencial. Por otro lado, y sin ser un tema menor, el modelo que se pretende implementar debería ser muy beneficioso para la Argentina. Se presume que con todo el potencial disponible, en el agro, en el turismo, en las diferentes energías, en la minería, en las industrias del conocimiento, que todas estas actividades con un marco de estabilidad y libre acceso al dólar deberían despertar del letargo en que están sumidas, impelidas por la perversidad del modelo kirchnerista.
El diagnóstico para sacar a la Argentina del atolladero está mas o menos consensuado entre el gran espectro de los economistas serios del país. Habrá unos que propondrán una estrategia, otros otra, pero todos tienen claro que es prioritario extirpar la inflación -para lo cual es indispensable el equilibrio fiscal- y remover el cepo cambiario para permitir la libre disponibilidad de divisas (y no solo para importar a voluntad, también para pagar dividendos, royalties y facturas por servicios). Los economistas hoy a cargo de la misión (Caputo y compañía) pertenecen al grupo de los economistas serios, y tienen por delante la tarea de la prueba y el error e ir ajustando según como reaccionan las respectivas variables. Para lograr estos objetivos es importante que el Presidente conserve el apoyo que tuvo de arranque, que no se desgaste en sus propias contradicciones. Y también es muy necesario algo que está faltando y de lo que el ministro Caputo hizo gala en su primer alocución: traducir al hombre de a pie en que consiste el cambio, en que fase estamos y como lo va a afectar en esta etapa del proceso. Esa tarea didáctica o pedagógica, como quiera llamársela, es absolutamente imprescindible para sostener la confianza de la muy sufrida sociedad.
El anterior modelo de consumo estaba basado en dos variables fundamentales: a) en la emisión monetaria para poder distribuir recursos a través de los canales estatales -desde el Estado nacional, en planes y subsidios a los servicios públicos y al transporte-, en provincias y municipios, para que hagan contrataciones de personal y erogaciones varias en ámbitos locales. b) En sostener el dólar para el comercio internacional por debajo del valor de mercado, para mantener reprimido el valor de los alimentos -que se regulan de acuerdo al costo de las materias primas alimenticias que se exportan- y abaratar la importación de bienes que son esenciales al consumo popular.
Ese modelo alcanzó su punto de insostenibilidad a fines del año pasado, cuando estuvo al borde de colapsar (evitó el colapso el cambio de autoridades). Sus talones de Aquiles consistían en que la inflación llega a un punto que se retroalimenta a si misma y se encamina a la hiperinflación, y que no genera divisas, sino que por el contrario, es consumidor neto (por eso el Banco Central tenía su cuenta de reservas en rojo, en una situación absolutamente límite).
Este año, para no entrar en default y padecer encima las consecuencias de ese estadio, el país aunque más no sea deberá pagar algo de intereses por su deuda externa y fondear un colchón mínimo de divisas para satisfacer las demandas de nuestro mayor prestador, el FMI, que nos financia a una tasa preferencial, por debajo de las del mercado. Más allá de su inviabilidad, hay que reconocer que el anterior modelo regaba de recursos a todo el país. Hasta el municipio de cualquier pueblo en algún rincón de la Argentina recibía su cuota de la torta fraguada al calor del déficit fiscal. Cortar de cuajo ese flujo para salir del déficit y alcanzar el equilibrio va a tener un impacto en el consumo y en el ánimo de muchos argentinos a través de todo el territorio nacional.
Al margen de las ventajas que se desprenden naturalmente de un régimen de estabilidad de precios, para muchos sectores del país será difícil compensar el “maná” que llegaba por las cañerías públicas. Se trata además de convencer a una gran estructura, acostumbrada al descontrol y al despilfarro -el Estado- que la nueva consigna es operar en austeridad. El modelo populista se basaba en el consumo, y el bajo nivel de inversión era una consecuencia. El que está en camino de implementarse considera a la inversión una variable clave. Para compensar la caída general del consumo que el cambio ocasiona, apuesta al empleo, primeramente en aquellos sectores señalados con mayor potencial, y de allí, movilizar a toda la estructura productiva del país. Se trata de una apuesta jugada, pero probablemente no imposible. Al margen de cierto clima triunfalista en el oficialismo, el desafío será como empalmar un modelo con el otro. Para ello sin duda sería muy conveniente -requiere aprobación parlamentaria- un régimen laboral más flexible para el empleador.
Muchos detractores del actual modelo que se está tratando de implementar sostienen que el mismo es “inviable”. Que la Argentina no lo podrá soportar. Según esa visión, ¿acaso la Argentina solo sería viable con emisión para no cortar el chorro de recursos públicos que se vuelcan al consumo y con uso neto de divisas -que no están disponibles-? (¿o se piensan usar las que este gobierno con tremendo esfuerzo está tratando de acumular?). ¿Acaso la única Argentina posible es con inflación y cepo cambiario? ¿Y solo gobernada por los peronistas, que son los que realmente saben como gastar -amén de haberse caracterizado por ser expertos en otras “habilidades”-?
La Argentina tiene derecho a ser un país normal, sin inflación y sin cepo. Sin entrar a juzgar los otros aspectos de las nefastas irrupciones de los militares en la política por no ser materia de esta nota, sería dramático que se vuelvan a repetir aquellos funestos ciclos, donde gobiernos militares ajustadores (que accedían al poder a través de un golpe de Estado y a raíz de una crisis), y a los pocos años y a consecuencia del ajuste se tornaban impopulares, para dejarles la mesa servida con las cuentas ordenadas a gobiernos populistas que apenas accedían al poder empezaban a gastar y a consumirse las reservas del Banco Central, a endeudarse, a subir impuestos -y debilitar la competitividad del sector privado-, y a emitir hasta llegar a un punto insostenible donde hasta los políticos que no estaban enrolados en la estructura del poder gobernante golpeaban las puertas de los cuarteles reclamándoles a los militares que acudan a ordenar una vez más el país.
Los militares y más allá de las secuelas que dejaron son gracias a Dios actores del pasado. Pero esa recurrencia maldita se podría dar hoy entre gobiernos civiles y asambleas legislativas de por medio. Ese escenario debería ser evitado a toda costa. Pero para eso el actual gobierno debe colaborar, moderar sus actitudes y contemporizar con todos aquellos que desean ayudarlo aunque no estén de acuerdo en todo con él. Lo contrario es hacerles el juego a sus enemigos acérrimos. Es de suponer que el gobierno esta viviendo su proceso de aprendizaje. Desde las trabas a la ley ómnibus que derivaron en su retiro -y la furia y los improperios que desataron- a este rechazo del DNU que generó una reacción mas moderada, da constancia que se puede vislumbrar un cambio. Poco a poco, deberá aprender a convivir con el Congreso, un poder fundamental de la Nación. Lo precisa para que le apruebe leyes clave que le permitan alcanzar el equilibrio fiscal y para sentar las bases de una nueva Argentina, con reformas de fondo que coadyuven al despegue y a consolidar el nuevo modelo.