Un divorcio entre el Gobierno y la sociedad, el origen de la debacle
La insensibilidad y el atropello del poder en momentos en que la pandemia golpeó al país explican en buena medida la reacción casi estratégica del electorado
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La Argentina votó con el bolsillo? ¿Votó con el corazón? Por supuesto que sí. Pero todo indica que anteayer la Argentina votó sobre todo con la cabeza. Hubo bronca, dolor y desilusión, pero también hubo esperanza.
La crisis económica podría haber explicado una derrota. Los desaciertos en el manejo de la pandemia podrían haber sumado un costo adicional. Pero acá hubo algo distinto. No se trató de la pérdida de una elección, sino del desmoronamiento, en tiempo récord, del capital electoral de un gobierno que fue elegido hace apenas 24 meses. Para entender la magnitud de la derrota no alcanzan las razones económicas ni el desgaste lógico de un oficialismo que tuvo que lidiar con un inédito desafío sanitario. Hay que rastrear las razones en una desconexión más profunda entre el Gobierno y la ciudadanía.
El desenlace electoral desnuda a un poder que no supo entender a la sociedad; ni siquiera a sus propios votantes. Es un resultado que se explica por la falta de sensibilidad, de apertura, de sensatez y de empatía para comprender el sufrimiento y las necesidades de la sociedad. Por eso este domingo se palpaba el desencanto, pero la ciudadanía no dispersó su voto, no cayó en expresiones de impotencia ni apostó a la extravagancia aventurera. Fue un voto direccionado, casi estratégico, hacia una oposición que tampoco recibe un cheque en blanco ni es tributaria de entusiasmos desbordantes.
Se les dijo “quedate en casa” a millones de argentinos que ni siquiera tienen una casa digna en la que soportar el encierro
No puede entenderse la debacle oficialista sin reparar en la ruptura de un contrato tácito entre el Gobierno y la ciudadanía. Durante un año y medio se debió limitar, en beneficio de un bien superior, lo más preciado que tiene una sociedad: la libertad. Semejante sacrificio le exigía al poder dosis extraordinarias de responsabilidad y de comprensión. Pero no hubo ni una cosa ni la otra. Las libertades fueron restringidas con más regocijo que pesar; con más alevosía que prudencia. Se actuó con dogmatismo y ligereza, sin entender –en su real dimensión– el sacrificio de las familias, la impotencia de los pequeños comerciantes, el ahogo que implicaba el encierro. El Gobierno se negó a considerar, siquiera, la dimensión psicológica y emocional de una cuarentena que se aplicó sin medir las consecuencias. Se hizo del cierre de escuelas una bandera, sin calibrar el impacto sobre los chicos, sobre todo en los sectores más vulnerables. No se entendió que, para las familias de trabajadores, la escuela es el eje ordenador de la vida cotidiana. Se les dijo “quedate en casa” a millones de argentinos que ni siquiera tienen una casa digna en la que soportar el encierro. Se impidió trabajar a gente que vive de su changa diaria. Se estigmatizó y se persiguió a los que reclamaban un espacio de libertad y discutían medidas draconianas que estaban flojas de fundamentos. Se optó por un Estado policiaco en lugar de apostar a la responsabilidad ciudadana.
Se administró a golpe de decretos la vida íntima de las familias. Se impidió hasta la despedida de los muertos y se atizaron las antinomias: porteños contra bonaerenses; argentinos de bien y de mal; de un lado los que defienden la vida, del otro los que odian al país. El poder salió a señalar con el dedo: a los runners, al surfer, al remero, a los que viajan a Miami o se van el fin de semana a la costa. El Presidente habló de “los idiotas” que violaban la cuarentena.
Pero el contrato moral se terminó de romper cuando se corrió el velo. Supimos que, en medio de la escasez de vacunas (producto de prejuicios ideológicos, negocios y preferencias), funcionaba un vacunatorio vip para amigos y militantes. Supimos que en medio de la cuarentena extrema (cuando nadie podía ver a sus abuelos, a sus padres ni a sus amigos), en Olivos se festejaba un cumpleaños. No solo quedó al desnudo la falta de conducta ética, sino la ausencia de convicción. ¿No era que una reunión social podía poner en peligro la vida propia y la de los otros? ¿Era una convicción o una coartada? ¿Era un dato o un eslogan? Estas son algunas de las preguntas que la sociedad ha respondido en las urnas.
Los miedos y las grietas
En un contexto en el que a todos nos acosaban la incertidumbre y el temor, el Gobierno incentivó el miedo y cavó grietas. Cuestionar o plantear reparos era hacerle el juego al virus. Se combatió el debate, como si hubiera una única verdad en la que –supimos después– ni siquiera creían. “Al que le gusta la cuarentena, que pruebe con la muerte”, llegó a decir uno de los principales asesores del Presidente. No solo se limitaron las libertades para circular y trabajar; también se estigmatizaron las opiniones disidentes, al extremo de que un funcionario tildó a la oposición de “nazi”. El que no obedecía era peligroso. Se consintieron barbaridades jurídicas, como el levantamiento de fronteras interiores o los aislamientos compulsivos de personas (como vimos en Formosa).
La ciudadanía suele ser más comprensiva con los errores y los malos resultados. Lo que no perdona es la insensibilidad y el atropello del poder
Se minimizaron las angustias y los problemas de la sociedad mientras se privilegiaban las urgencias y las obsesiones del poder. El Gobierno intentó avanzar con una reforma judicial que solo se explica por sus propios intereses. Rompió una mesa de diálogo y de consenso con un zarpazo artero al presupuesto de la ciudad de Buenos Aires. Intentó una maniobra para estatizar Vicentin y consintió una excarcelación masiva de presos fogoneada por Vatayón Militante y ejecutada por Justicia Legítima. Encontró barreras levantadas por la propia ciudadanía, pero más temprano que tarde demostró que sus intereses e ideologismos estaban por encima de las angustias y necesidades de la sociedad. Miró con indolencia el éxodo de empresas y la pérdida de empleos; apostó a la política de cepos y prohibiciones mientras coqueteaba con regímenes totalitarios como los de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Una mirada teñida de endogamia y de prejuicios hizo que el Gobierno ni siquiera haya podido interpretar a sus propios votantes. La soberbia lo llevó a desconectarse de una sociedad que, desilusionada con Cambiemos, lo había apoyado hace apenas dos años. Con una marcada tendencia a la simplificación ramplona, libró una cruzada contra el mérito, creyendo –acaso– que su base electoral no cree en el esfuerzo, en el trabajo duro y en el sacrificio para progresar. Se despreocupó de los varados en el exterior, suponiendo que el que viaja es un votante opositor. ¿Qué país les cierra las puertas de entrada a sus propios ciudadanos? Les dijeron a los comerciantes que “la economía se recupera; la vida, no”, como si la vida fuera una entidad aislada del trabajo, del bienestar y del futuro. Vieron en el reclamo de Padres Organizados una presión de los colegios privados, sin entender que el cierre de escuelas generó más desigualdad y más desamparo para los chicos de hogares pobres. Este prisma distorsionado con el que el Gobierno ha mirado la realidad puede encerrar una clave de la debacle electoral.
Durante un año y medio, el Gobierno se desentendió de los jóvenes. Creyó que los conquistaba con un impostado progresismo de salón; que los “compraba” con lenguaje inclusivo, DNI no binario y una estética pseudorrevolucionaria. No supo ver en los jóvenes a una generación compleja, atravesada por la incertidumbre y la angustia, a la que se le arrebató la libertad y se confinó en burbujas digitales. A las apuradas, detectaron el problema y ensayaron asociaciones bizarras entre política y sexo, hicieron un curso acelerado sobre L-gante e improvisaron un debate frívolo sobre la marihuana libre. Confirmaron así la profunda desconexión con jóvenes que buscan oportunidades y certezas, no que los traten con infantilismo y demagogia. No se interesaron por indagar en las razones de una generación que ve la salida fuera del país y que vislumbra el futuro como una nube negra.
Entender la incomprensión del Gobierno con la sociedad tal vez sea clave para descifrar la magnitud de la derrota. La ciudadanía suele ser más comprensiva con los errores y los malos resultados. Lo que no perdona es la insensibilidad y el atropello del poder. Tampoco la inconsistencia y la incoherencia. Al final, resultó que “si no hubo contagio, no hubo delito”. ¿No habían dicho todo lo contrario?
El domingo votó una sociedad que quiere cuidar su vida –por supuesto–, pero también su libertad, su educación y su trabajo. Votó una sociedad que mira el presente y el pasado con vocación de futuro. Votó una sociedad que no se resigna. El del domingo fue, en definitiva, un voto con la cabeza y la esperanza.