Un disfraz que nos costará muy caro
No hay comunismo sin riqueza, sostenía en los albores de la revolución; librado por fin del dominio imperial, el cubano sería “el pueblo más rico del mundo”. Típico anticapitalista católico, Fidel Castro suponía que la tierra prometida estaba al alcance de la mano: produciremos más leche que Holanda, más cítricos que Israel, mejor queso que Francia. “Estoy seguro de que en pocos años –profetizó– elevaremos nuestro nivel de vida por encima de los Estados Unidos”. En 1968 eliminó de un plumazo los bares y peluquerías, taxistas y vendedores ambulantes: cada pequeña actividad privada fenecía. La vida se hizo muy dura; crecieron el mercado negro, la censura y la represión. Dos años más tarde se derrumbaron todas las ilusiones: la histórica zafra fracasó y La Habana se volvió definitivamente oscura y triste. Estanterías vacías, escasez generalizada. Abandonada a sí misma tras la espectacular implosión de la Unión Soviética, la isla del régimen eterno descendió abruptamente varios escalones más: la población adelgazó, las epidemias se multiplicaron, bicicletas y bueyes sustituyeron autos y tractores. “El cubano promedio pasaba el día procurándose alimento, los muertos en el mar intentando la fuga y los suicidios en la patria subieron hasta las estrellas; escuelas y hospitales se cayeron a pedazos”, narra el historiador Loris Zanatta. Como la cita con el desarrollo falló –añade–, Fidel modificó su discurso: adiós, modernidad, corruptora e inmoral; viva ahora la santa carencia, pura y digna. “Como el evitismo, el comunismo castrista se tornó una poderosa máquina para combatir la riqueza, no para emanciparlos de la pobreza”. El gran líder, que provenía de una familia acomodada y jamás pasó penurias, hizo de su propio zafarrancho una virtud revolucionaria: “Ser pobre es un honor –predicó–. Toda la moral se concentra en el hombre humilde”. La utopía modernizadora del castrismo se había transformado en una oda pobrista.
Leer el flamante y esclarecedor ensayo de este profesor de la Universidad de Bolonia mientras acontecen convulsiones sociales en Cuba puede resultar una tarea estremecedora. Porque Loris no se detiene en Fidel, sino que avanza decididamente sobre otros nacionalistas del catolicismo hispánico: Perón, Chávez, Bergoglio. Su nuevo ensayo se titula El populismo jesuita, y su valor se encuentra en descubrir el hilo conductor e ideológico que los ha unido a los cuatro. Los dos acontecimientos –uno político y otro editorial– me condujeron inevitablemente a los archivos y a YouTube, donde Cristina Kirchner ha dejado notables testimonios de su afinidad con la dictadura más longeva de América Latina. Al morir Fidel, afirmó que aquel dinosaurio era “el último líder moderno” –la posmodernidad es líquida y despreciable–, y contó las tertulias que habían tenido antes y después de 2009, cuando su hermano Raúl la condujo a un centro de salud, donde el mito se recuperaba de un achaque en la rodilla y donde se dedicaron a hablar de geopolítica y de ciencia. A partir de entonces se sucedieron –afirma la dama– más encuentros, por lo general en la casa del hombre fuerte de la revolución. “Sentí que habíamos logrado crear una relación casi familiar, de sobremesa”, escribiría después. Castro la deslumbraba con su didactismo y su agudeza: ella cayó bajo su hechizo como antes lo habían hecho estadistas, escritores, figurones y cholulos de Occidente que se convirtieron en sus protectores y propagandistas.
Ya viuda, libre de su socio, se presentó en la escena internacional con el disfraz de Sierra Maestra, y fue recibida por los comandantes
Los diálogos políticos se intensificaron con Raúl y con Díaz-Canel, que asistió a la presentación de su libro Sinceramente en la Feria Internacional de La Habana: Cristina lo terminó de escribir en esa misma ciudad, mientras su hija se recuperaba y bajo un calor agobiante. “Me siento en casa –dijo varias veces–. Tenemos una relación fraternal”. Estaba fascinada por la iconografía revolucionaria y sus leyendas, y ante la cadena chavista Telesur elogió al “pueblo cubano” por el “espíritu de sacrificio” para sostener su soberanía. Parecía un reproche indirecto al veleidoso pueblo argentino, poco afecto a similares “sacrificios”. De La Habana trajo aliados, compromisos y fraseologías; trucos para anatemizar enemigos y toda la arquitectura argumental del lawfare. Allí funciona la verdadera usina intelectual de mentiras del nacionalismo latinoamericano y de su eje global de autocracias.
Más allá o más acá de la tesis jesuita del profesor Zanatta, tal vez sea necesario repreguntarnos lo aquí naturalizado: ¿por qué después de tanto tiempo Cristina Kirchner nos ha convertido en parientes íntimos de ese régimen rancio y terminal? Pegado a todas estas apariciones fulgurantes en YouTube aparece la enérgica legisladora de 1994, cuando en pleno uso de sus facultades dibuja críticamente la herencia de Alfonsín como podríamos describir el actual páramo de Alberto: “Éramos un país fragmentado, al borde de la disolución social. Un país sin moneda. Un país con un Estado sobredimensionado que, como un dios griego, se comía a sus propios hijos”. A continuación, elogia el ajuste necesario y la estabilidad, la previsibilidad y la organicidad económica como “un valor permanente”. Más adelante, en otra intervención parlamentaria, clama por la independencia de poderes como si fuera un as del republicanismo (su discurso apenas se distingue de las modulaciones de Elisa Carrió), y en la era del posmenemismo, elogia por su lucidez a Domingo Cavallo, y se niega a decir que ella y su esposo forman la nueva “izquierda” peronista –Dios nos libre, qué término demodé–, y afirma que más allá de la marchita, que ya es meramente folclórica, el peronismo jamás ha combatido al capital: “Si no seríamos marxistas y estaríamos en el PC”, se escandaliza.
¿Cuándo y por qué se operó semejante metamorfosis? Recordemos que Néstor era, en el sur, un señor feudal, mientras su esposa era en el norte una peronista republicana. Cuando llegaron juntos a la Casa Rosada, acuciados por el lema “que se vayan todos”, buscaron una épica y visitaron la vieja tienda de disfraces. Allí estaban, ya apolillados, los trajes setentistas, que ellos habían convenientemente soltado por obsoletos treinta años atrás. El pingüino llevó el traje con cinismo consciente hasta su muerte, pero la pingüina –actriz del Método– se involucró dramáticamente en su rol y llegó a sentir que el disfraz era parte de su piel. “A algunas personas los disfraces no los disfrazan, sino que las revelan –decía Chesterton–. Cada uno se disfraza de aquello que es por dentro”. Ya viuda, libre de la influencia de su socio, se presentó en la escena internacional con el disfraz de Sierra Maestra, y fue recibida con venias y honores por los comandantes. Todos simularon que aquel disfraz era un uniforme verdadero, y que a ella la esperaban allí los fantasmas ilustres del Che y de Cooke; la izquierda peronista y los ideales marxistas y nacionalistas de la “juventud maravillosa”. Es decir: toda aquella mitología que los Kirchner consideraron equivocada y anacrónica. De aquel baile de disfraces, de aquella conversión de la identidad, de su actuación plenamente creída y de aquel malentendido histórico derivan estas asociaciones con las naciones más autoritarias, los enconos con las más democráticas, el oscuro pacto con Irán, la radicalización (vamos por todo), la profundización de la grieta, los delirios del partido único, la economía insustentable, los cepos esotéricos y el pobrismo orgulloso. Un laberinto difícil de desandar, una peligrosa espiral devastadora.