Un despliegue de chapucería parlamentaria
Estudiantina: mates y selfies; discursos huecos, improvisados y carentes de sustancia, y lenguaje rústico y vulgar nos confirman la degradación de las formas y del debate en el Congreso
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Entre las muchas y sorprendentes aplicaciones de la inteligencia artificial, hay una capaz de juzgar, con rigor y severidad, cualquier texto o discurso que se le someta a evaluación. Lo hace un robot, por supuesto, pero con variables que combinan la imparcialidad y la neutralidad de una máquina con algo muy parecido a la sensibilidad y la subjetividad humanas. ¿Qué nos habría dicho ese robot si lo hubiéramos llevado a examinar las últimas sesiones de la Cámara de Diputados? Probablemente habría sido implacable: nos hablaría de discursos huecos, improvisados y carentes de toda sustancia. Observaría un lenguaje rústico y con frecuencia vulgar, dominado por los eslóganes, las consignas y los lugares comunes. Notaría falta de preparación, de consistencia técnica, de estudio riguroso sobre los asuntos en debate. Nos confirmaría, en definitiva, algo que no es nuevo, pero que cada vez es más notorio y que ha quedado en evidencia en estas sesiones maratónicas: la degradación del debate parlamentario.
Los discursos que sobresalen por su espesor, su precisión y su originalidad pueden contarse con los dedos de una mano. La oratoria es una herramienta maltratada. La mayoría parece hablar para las redes sociales, no para el libro de sesiones. Se busca hacer ruido en un ecosistema en el que se degrada el valor de la palabra, y donde se procura más el impacto fácil y el golpe emocional que la argumentación fértil y la elaboración de una idea.
Es cierto que el Congreso no es una isla. La palabra luce degradada en todo el discurso político, pero también en la escuela, en la universidad y en la conversación pública en general. Basta asomarse a las redes para asistir a un debate tosco, agresivo y excesivamente simplista en el que la exposición lúcida y razonada existe, sí, pero se la ve arrinconada.
Surge, entonces, una pregunta de fondo: ¿el Parlamento es un espejo que solo refleja la degradación de la sociedad o funciona, al mismo tiempo, como un proyector que irradia su propia banalidad?
En los recintos de las cámaras legislativas no solo se teatraliza la política, sino también la institucionalidad democrática. Son ámbitos que remiten a algo superior a cada uno de sus miembros; algo que trasciende a los ocupantes circunstanciales de una banca. Los legisladores son deudores de una tradición institucional, de un sistema de reglas y de un formalismo en el que se expresa el sentido republicano. Por eso se enciende una potente luz de alarma ante la desviación, cada vez más frecuente, de apartarse de la fórmula del juramento al momento de asumir una banca. Expresa, desde el inicio, un desprecio por las formas institucionales. El recién llegado se siente habilitado a imponer sus propias reglas, en lugar de ajustarse a la normativa vigente. Ya se ha dicho: los juramentos rocambolescos son un acto de prepotencia y el germen de un abuso de poder. El que jura como se le ocurre, dice “acá hago lo que yo quiero”. No se subordina al sistema institucional sino a su propio capricho, a su narcicismo y sus veleidades. Bajo la coartada de “la patria es el otro”, dice “acá estoy yo”.
En el plano institucional, las formas tienen que ver con el fondo y la sustancia de las cosas. El apego a los reglamentos y los procedimientos es lo que otorga y garantiza legitimidad a la acción pública. No se trata de meras reglas protocolares, sino del ajuste y la subordinación a un sistema normativo. Por eso es que el desprecio de las formas es, en definitiva, el síntoma de algo más profundo: una degradación del andamiaje institucional. Suele empezar por cosas aparentemente menores, como aquellos males que se expresan a través de señales que parecen imperceptibles. El maltrato y la devaluación de la palabra tal vez sean la primera manifestación.
La aridez discursiva le pone sonido a un escenario que podría parecer pintoresco si, en verdad, no resultara grotesco. Todo ocurre en un recinto donde cada uno hace su propio show y nadie parece escuchar a nadie. Las imágenes hacen juego con la levedad de las palabras: se ve a legisladores tomando mate, sacándose selfies, “chacoteando” en pequeños grupos, saludando a la barra y “tuiteando” con ligereza. Por supuesto que en sesiones interminables es inevitable, y necesaria, cierta flexibilidad y hasta alguna distensión. Pero el Congreso no es una estudiantina, y las formas institucionales exigen una solemnidad que no debe confundirse con acartonamiento rancio.
En medio de esa especie de “kermés legislativa”, donde hasta el saco y la corbata se muestran en retirada, se desmoronó una sesión que resultaba crucial para el futuro del país. Los análisis políticos se encargarán de explicarlo con perspectiva y hondura, pero si se lo preguntáramos al robot de la inteligencia artificial, respondería con una enumeración aséptica: impericia, ligereza, ausencia de gimnasia parlamentaria, improvisación y desorden en el trámite legislativo. Todo combinado con mezquindades y especulaciones apenas disimuladas con un palabrerío estridente. Confirmaría algo que ha quedado expuesto: muchos integran un cuerpo cuyas reglas desconocen; otros se dedican desde adentro a vulnerar y romper esas reglas, como si los intereses de facción estuvieran por encima de la institucionalidad. Para explicar el fracaso de la ley tal vez haya que reparar, también, en detalles que parecen irrelevantes.
Lo que se vio en los últimos días es un gigantesco desnivel entre la complejidad del trámite legislativo, determinada por un proyecto tan ambicioso como megalómano, y la solvencia técnica de la Cámara de Diputados. El debate y el procedimiento parlamentarios no estuvieron a la altura de un desafío que exigía altas dosis de pericia, inteligencia, conocimiento y seriedad, además de capacidad de diálogo. Hasta flaqueó la templanza (aunque no del todo, afortunadamente) cuando el kirchnerismo y la izquierda buscaron boicotear con bravuconadas violentas el propio funcionamiento del Congreso.
Tal vez no haya que dramatizar la caída circunstancial de una ley, pero el espectáculo de los últimos días exige, sí, una evaluación y, sobre todo, una autocrítica del Congreso en su conjunto. La humildad podría ser buena consejera. “Cuando yo asumí una banca por primera vez, tardé dos años en pedir la palabra; ahora habla cualquiera”, dijo Miguel Ángel Pichetto en el curso de la maratónica sesión. Fue mucho más que un lamento autorreferencial. Fue un llamado a la vocación de aprendizaje, que no solo se extravió en el Congreso, sino también en muchos otros ámbitos de la sociedad. Pichetto también se quejó del mate y de los aplausos extemporáneos, aunque intentaran halagarlo a él. Alguna vez dijo que “todo eso hace a una estética y a formas que se conectan con la tradición”. Y ha hecho una advertencia en tono provocador: “Todo se puede degradar más, y no sería extraño que (los diputados) mañana vengan en ojotas y pantalones cortos”. Ha creído necesario, además, recordar que “esto no es una sociedad de fomento ni la comisión directiva de un club de barrio”.
La actitud y el discurso de Pichetto de tan clásicos resultaron contraculturales. Fue un planteo “políticamente incorrecto” que contrastó con los rasgos de condescendencia, demagogia y banalidad que hoy tienden a dominar el paisaje.
El Congreso de la Nación debería ser, por lo pronto, una referencia de seriedad institucional. Es cierto que, si se lo compara con la Legislatura bonaerense, teñida de opacidad y carcomida por la corrupción, parece la Cámara de los Lores. Pero su degradación se ha hecho evidente. No hace falta, para detectarla, recurrir a la inteligencia artificial; alcanza con encender el televisor. Podría discutirse mucho sobre las causas y el contexto de ese deterioro. Pero quizás algunos gestos módicos y minúsculos serían tan útiles como revolucionarios para empezar a revertirlo. Cuidar las formas –que, según un viejo refrán español, “perfeccionan la verdad”–, estudiar el reglamento, leer dos veces cada proyecto, sentarse en la banca con la actitud modesta, pero trascendente, del que cumple un mandato y ejerce una representación. Estar más pendientes de la precisión que de la estridencia y del rigor que del aplauso fácil. Por ese camino de las pequeñas cosas quizá se llegue a mejores resultados. Y si no, las derrotas estarán, al menos, revestidas de cierta dignidad. Y habrá ganado la institucionalidad, aunque se haya perdido una votación.