Un deseable desánimo
Cuando estaban a punto de ser una noble tradición, quedaron a un costado, reducidos a gris desecho. Diez años duraron los cepos y ya no están más: dentro de poco nadie se acordará de ellos.
Mucho más importantes han sido los parquímetros, pero es de suponer que también se aproxima su ocaso: en algunos casos se los desactiva, se suprimen ciertas áreas de estacionamiento y se limitan otras. Por cierto, es lógico que cada tanto se reformulen una pizca las normas vigentes para adaptarlas a circunstancias cambiantes. Esta vez, empero, esas mínimas modificaciones valen un comentario, pues se trata del fin de innovaciones de las que en su momento se esperó bastante.
Lo del tránsito urbano es un incordio muy grande. No en Buenos Aires, sino en todo el mundo. Las ciudades no han sido hechas para los autos, pero éstos existen, y puesto que son sobremanera cómodos, pocos desean dejar de usarlos. Tampoco poseer uno está hoy asociado a la opulencia o al lujo conspicuo; cada vez más gente se aferra al volante y alegremente conduce hasta un problema tan pero tan grave que acaso ni sea problema, si es verdad que tiene solución.
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Pasma la ingenuidad sucesiva que ha visto -quizá rasgo de la naturaleza humana y no de la zoncera porteña- en recursos minúsculos el abracadabra para hermanar ciudades y motores de explosión. Estacionamientos variados y onerosos, turnos para circular, autopistas, ciudades satélite, vías de tránsito rápido, carriles exclusivos, zonas de tránsito restringido y aun cepos y parquímetros, han sido todas iniciativas estimables, pero unánimemente frustradas en cuanto a su finalidad específica y confesa: apartar a los automóviles del damero urbano.
La propuesta es sencilla e idéntica en todas las latitudes: hay que desanimar la introducción de autos en las zonas céntricas o de alta concentración demográfica. Pero nada se consiguió en lugar alguno, aparte de la cirugía extrema de peatonalizar ciertos sectores de pequeñas dimensiones.
Y hasta es posible que entre nosotros esa intención haya prosperado un poco menos todavía que en otros parajes. Porque tal vez somos más resistentes al desánimo debido a que, relativamente, ésta es una metrópoli con mejor aptitud que otras para el tránsito, en rigor sólo condicionado por el tajo del Riachuelo. El resto es una vasta llanura con calles no tan angostas, manzanas cuadriculadas y vecindarios que ralean en muchas zonas ni siquiera distantes.
Obvios motivos por el que el deseable desánimo tarda en madurar, combatido por esa tentadora facilidad para circular y por lo precario del transporte público, según corresponde, precisamente, a lo disperso de la población intra y extramuros, es decir, de este y de aquel lado de la General Paz. Y la pulseada, sin duda, va para largo.