Un debate necesario en la Iglesia
En la Argentina, donde se acostumbra a vivir de sobresalto en sobresalto, hacía tiempo que la Iglesia permanecía en silencio respecto de los temas más polémicos. Esa calma se interrumpió de forma inesperada. El arzobispo de La Plata, monseñor Héctor Aguer, sorprendió con declaraciones insólitas en un hombre de su nivel: se despachó en una feroz crítica hacia la ex presidenta y ahora candidata a senadora y tomó partido por su contrincante en las próximas elecciones, el oficialista Esteban Bullrich. Nunca, en un clima preelectoral, un arzobispo había fijado una postura tan clara y sin matices. Lo habitual ha sido lo contrario: frases hechas, casi sin contenido, sobre la importancia de la participación ciudadana, sin entrar en detalles. Aguer siempre supo diferenciarse de los discursos políticamente correctos.
Casi simultáneamente, un grupo de sacerdotes poco representativos pero muy activos, que se presentan a sí mismos como aquellos que han hecho una opción por los pobres, irrumpieron en la escena pública con un documento que intima a los cristianos a votar en contra del Gobierno, al que califica en términos durísimos. Desde la óptica de estos sacerdotes no se puede ser cristiano y a la vez votar el proyecto del presidente Macri. Como en el caso anterior, aunque sin la sutileza que caracteriza a Aguer, los curas "de los pobres" se jugaron políticamente y se presentaron como aquellos verdaderos intérpretes del Evangelio y del pueblo, condenando a todo cristiano que no piense como ellos. Una vez más, los extremos se encuentran.
Las miradas se dirigieron entonces hacia la Conferencia Episcopal, pero las máximas autoridades permanecieron mudas -al menos hasta el momento de escribir estas líneas- y, al hacerlo, acertaron con la respuesta exacta. Ese silencio quitó entidad a ambas posturas y las redujo a lo que son: opiniones, expresadas como verdades indiscutibles, pero sólo opiniones. Así, los obispos están dando un gran paso: aceptar como normal la existencia de posturas divergentes y públicamente expresadas.
Entonces se da la posibilidad de un debate necesario y urgente en la comunidad eclesial, una discusión en la que nadie pretenda adueñarse del Evangelio de Jesús para enviar al infierno a los contrincantes. Un sano debate en el que los distintos actores se vean obligados a abandonar sus intransigencias y a poner en práctica lo que predican los domingos en sus templos. Para todos será bueno abandonar los lenguajes encriptados, que caracterizan a los eclesiásticos, y comenzar a llamar las cosas por su nombre. Es muy saludable la expresión de las diferentes opiniones aunque éstas sean expresadas con ese viejo lenguaje en el cual unos y otros coinciden.
Es posible que este debate incipiente sea fruto de otro silencio aun más ensordecedor. Las incomprendidas y aun para algunos misteriosas idas y venidas del papa argentino, sus palabras, sus gestos y sus propios silencios, están empujando a la Iglesia de su país a un sinceramiento profundo y largamente esperado por el pueblo fiel. Solamente a través de un diálogo humilde se puede llegar al verdadero y más profundo desafío de la Iglesia en la Argentina. Porque más allá de los discursos y las buenas intenciones, son justamente los más pobres, y los jóvenes, quienes se han alejado hace tiempo de las palabras sin Evangelio; de esos anacrónicos discursos que usan las palabras de Jesús pero no su mismo tono ni su misma ternura.