Un Consejo de la Magistratura compensado pero no equilibrado
El mal funcionamiento del órgano que selecciona y sanciona a los jueces, repercute en graves desajustes institucionales
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Antes de la reforma constitucional de 1994, la selección, designación y remoción de los jueces y juezas federales, nacionales y de la Corte Suprema de Justicia estaba regida por un sistema político puro que dependía exclusivamente de la voluntad del Poder Ejecutivo y el acuerdo del Senado. En este esquema, la gestión del Poder Judicial quedaba en sus manos asumiendo una doble función: el dictado de sentencias y la administración de su funcionamiento.
La reforma constitucional de 1994 con la incorporación del Consejo de la Magistratura persiguió como objetivos despolitizar el mecanismo de selección, designación y remoción de los jueces y juezas incorporando aspectos profesionales tales como los concursos públicos y la elaboración de una terna vinculante para el Poder Ejecutivo, optimizar la administración del Poder Judicial y la ejecución presupuestaria asignada por ley poniéndola en cabeza de dicho órgano y mejorar la prestación eficaz del servicio de justicia mediante el dictado de las normas necesarias y el eficaz ejercicio de las facultades disciplinarias respecto de los jueces y juezas.
La incorporación de un “órgano extraño” a la fisonomía constitucional argentina con facultades innovadoras y trascendentes obligaba a que la integración tuviera una composición que pudiera concretar con los objetivos planteados. Utilizando la peor alternativa de todas las que ofrece la “ingeniería constitucional” cuando se redactan normas de organización del poder, los Convencionales Constituyentes, en vez de sostener la integración del Consejo de la Magistratura como una regla cerrada (tal como sucedió en 1996 con la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) establecieron que dicho órgano se componía de modo tal que se procurara el equilibrio entre los distintos estamentos (abogados y abogadas de la matrícula federal, órganos políticos resultantes de la elección popular y jueces y juezas de todas las instancias) y para agregar más incertidumbre utilizaron el término “asimismo” al referirse al estamento de las personas provenientes del ámbito académico y científico. Por último, para terminar de cerrar el incierto paquete delegaron en el Poder Legislativo la tarea de definir qué se entendía por equilibrio mediante la sanción de una ley que al requerir una mayoría agravada (la mayoría absoluta) obligaba a tener que alcanzar acuerdos políticos en el Congreso (materia que no abunda en estas tierras).
Con la sanción de las leyes 24.937 y 24.939 fueron 19 y 20 los integrantes. Con la sanción de la actual ley 26.080 son 13 los miembros que lo componen. La ley 26.855 que fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia en el trascedente caso “Rizzo” postulaba 19 miembros. El proyecto de ley del Poder Ejecutivo elaborado durante la presidencia de Mauricio Macri preveía 16 miembros. En todos los casos existieron o se propusieron integraciones compensadas o descompensadas con sesgo corporativo pero jamás equilibradas en términos constitucionales. Justamente una de las razones del fracaso del Consejo de la Magistratura –pero no la única- se encuentra reflejada en haber errado una y otra vez con la integración equilibrada del órgano.
En el Informe Final del Consejo Consultivo para el Fortalecimiento del Poder Judicial y el Ministerio Público (ex “Comisión Beraldi”) la mayoría del cuerpo propuso que el Consejo de la Magistratura estuviera integrado por 16 miembros distribuidos de forma igualitaria entre sus cuatro estamentos (con 4 cargos para cada uno) respetándose la paridad de género y el federalismo. En relación a la representación del ámbito científico y tecnológico se sugirió la integración del mismo con miembros que no solo provengan del derecho sino también de otras profesiones y especialidades (por ejemplo personas especializadas en tecnología, inteligencia artificial y blockchain) que tanta falta hacen para modernizar un Poder Judicial analógico con aroma a naftalina.
La actual ley 26.080 fue declarada inconstitucional por la Sala II de la justicia contenciosa administrativa federal por considerar que la integración de 13 miembros rompía el equilibrio exigido por el art. 114 de la Constitución argentina al otorgar mayor peso al estamento político respecto de los demás sectores. Luego de tres años y seis meses, en una suerte de “control de constitucionalidad de anticipación” parecería que la Corte Suprema de Justicia declararía la invalidez constitucional de la norma sin poderse todavía proyectar cual sería el alcance o los efectos de la sentencia. Si antes de fin de año se concretase dicha premonición, el interrogante que surge es el siguiente: ¿Cómo se sostiene la razonabilidad estructural de un sistema de control judicial que demora tres años y seis meses en declarar inválida una ley fundamental para que la justicia funcione mejor generando las respuestas que la sociedad demanda? Una Corte Suprema de Justicia sin plazos es como un sistema de derechos sin garantías.
Ante los rumores clandestinos del supuesto fallo de la Corte Suprema de Justicia, el Poder Ejecutivo acaba de presentar un proyecto de ley de reforma parcial del Consejo de la Magistratura. En vez de tomar la totalidad de las recomendaciones elaboradas por el Consejo Consultivo para el Fortalecimiento del Poder Judicial y el Ministerio Público hace más de un año como base de un debate consensuado con la oposición en el marco de un diálogo con el Poder Judicial, elaboró a las apuradas un proyecto que lejos está de conformar una reforma integral del Consejo de la Magistratura.
Tal como lo sostuvo el Consejo Consultivo en el Informe Final, tomarse en serio la reforma del Consejo de la Magistratura, implica reestructurar la totalidad del proceso de selección de los magistrados y magistradas desde la inscripción hasta el acuerdo del Senado con perspectiva de género y garantía de idoneidad, realizar como regla concursos anticipados, otorgarle al Consejo de la Magistratura la totalidad de la administración del Poder Judicial (excepto en los aspectos administrativos propios de la Corte Suprema de Justicia), capacitar a los jueces y juezas de forma obligatoria y revisar su nivel de conocimiento cada siete años, hacer funcionar eficazmente el sistema disciplinario habilitando la participación activa de los afectados en los sumarios respectivos, y fundamentalmente, definir un programa de innovación tecnológica aplicada al Poder Judicial que sufre la suerte de un negación constante y obsesiva sobre los aportes que podrían realizar los emergentes de la cuarta revolución industrial.
En la falta de equilibrio de la integración del Consejo de la Magistratura proyectada en su ineficaz funcionamiento, se espeja la demanda de una sociedad harta de tantos desequilibrios institucionales, que al final del día, repercuten en la vida cotidiana de las personas de carne y hueso.