Un conflicto innecesario entre el Gobierno y la universidad pública
A la disputa se han subido los oportunistas de siempre; es deseable que todas las partes encuentren un punto de equilibrio para evitar una confrontación estéril
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Hace 36 años que soy docente de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en el Departamento de Derecho Económico Empresarial. Para ejercer tan digna profesión completé la carrera docente en dicha Facultad (desde el grado más bajo) y me recibí de profesor para nivel secundario y universitario, con especialización en el área jurídica, en la Escuela de Educación de la Universidad Austral.
Para acceder al cargo de adjunto regular en la UBA se requiere concursar. El concurso supone rendir un examen de oposición ante un jurado imparcial (designado entre distintos juristas expertos en una materia determinada), en un máximo de 20 minutos (ni uno más ni uno menos), a lo que se suman los antecedentes académicos de cada postulante (papers, libros, actuación profesional, etc): sin antecedentes y cierta carrera académica es muy difícil aprobar un concurso.
Para ejercer la docencia en la universidad pública, se requiere esfuerzo y vocación, como en cualquier trabajo, oficio o profesión, que lógicamente supone una remuneración razonable. Este es un detalle que no puede pasarse por alto en el momento que estamos viviendo: nadie regala nada y nadie pretende que se lo regalen.
En todos estos años han pasado por mi aula de la universidad pública más de 5000 alumnos aproximadamente. Entre ellos, personas de distintas edades y distintos estratos sociales (principalmente clase media baja y media), desde taxistas y colectiveros hasta jueces y funcionarios del Poder Judicial y del Legislativo, pasando por modelos publicitarias, escritores, autores de textos, pensadores, periodistas, representantes de futbolistas y artistas, y lógicamente, muchos políticos.
Uno de los grandes aprendizajes al tratar con tantos alumnos –que los años de experiencia permiten sondear con una mirada– es constatar el deseo ferviente de progresar, de que se les abra una puerta, de contar con una herramienta de trabajo y de cumplir el sueño familiar de “mi hijo el doctor”: muchos no sólo estudian por ellos, también lo hacen por sus padres y madres que no pudieron acceder a una educación universitaria y que los ayudan, como pueden, a estudiar.
Esas caras, de chicos de 20 años promedio, profesan emoción, ilusión y empeño: muchos de ellos hacen grandes esfuerzos para cumplir su sueño cuando viajan a diario, para tomar clases, desde Escobar, Lanús, Quilmes, o deciden aterrizar en un departamento alquilado en CABA desde cualquier localidad de la provincia de Buenos Aires (Junín, Tres Arroyos, 25 de Mayo) o cualquier otra provincia de nuestro país.
Nuestra obligación como docentes es ayudar a crecer a esos alumnos como personas, independientemente del contenido de cada materia en particular, sin adoctrinamientos y respetando el pensamiento crítico.
Tal como refiere Tomás Alvira, “educar es ayudar a crecer”: el docente ayuda al alumno a desarrollarse como persona, a desplegar sus potencialidades, a crecer moral y espiritualmente. Esta afirmación conlleva la idea de que una persona se constituye en brújula de otra cuando colabora con su crecimiento personal, cuando deja rastro, cuando toca su vida, y eso supone una colaboración responsable y activa con el alumno para alcanzar tal fin.
Vale la pena resaltar estas ideas ante el conflicto universitario que estamos transitando: para ocupar un cargo de profesor universitario se requiere esfuerzo (aun con designaciones provisorias) y para acceder a un cargo como el de adjunto regular es necesario concursar, con los alcances indicados, lo cual debería suponer una remuneración de mínimo sustento; además, la mayor parte de los alumnos (se podría decir que un 90% en la Facultad de Derecho) encara los estudios con ganas y expectativas de alcanzar un sueño y una posibilidad de crecimiento profesional y personal. La mayoría de los mortales no nacemos en cuna de oro, ni mucho menos.
Teniendo en cuenta estas ideas, en la Facultad de Derecho de la UBA se ha construido una suerte de familia entre profesores y alumnos, sellada por la marca del orgullo: es un orgullo pertenecer a nuestra facultad y a la universidad pública y gratuita; alcanza con concurrir a los actos de colación de grado para constatar lo que expongo.
Hace algún tiempo, en un acto de colación, un alumno, de unos 70 años aproximadamente, me pidió que le entregara su título universitario (es usual que los alumnos elijan algún profesor que hayan tenido durante la carrera para que les entregue su título de graduación). Ese hombre, luego de recibir su título, se volvió hacia el público (unas 200 personas, familiares de los flamantes graduados), besó el título recibido, elevó la mirada hacia arriba, hacia el el cielo, y gritó: “Para vos viejo, gracias UBA”.
Esta experiencia emocionante da la pauta de que la universidad pública transciende cualquier interés. Más: seguramente, quien se tome la molestia de ingresar en algún aula de nuestra facultad y preguntar a cualquier alumno, comprobará que todos estamos orgullosos de pertenecer a la UBA. El “orgullo UBA” no se trata de fanatismo, sino de cariño, de reconocimiento y de agradecimiento a quien le dio a uno una oportunidad. Todos recordamos a quien nos tendió su mano en algún momento de nuestra vida. Se trata de familia. Este concepto es el que ha llevado a miles de jóvenes, profesores y familias a marchar y apoyar una recomposición salarial para docentes y no docentes, y constituye una cara de la moneda.
La otra cara de la moneda está dada por el hecho, muy probable, por cierto, de que existan cuestiones a evaluar, corregir y modificar en el ámbito de la universidad pública: es absolutamente lógico y necesario que los órganos de control auditen dicha institución y que se apliquen las correcciones, modificaciones y penalidades que puedan corresponder, aun en el ámbito judicial. La postura del Gobierno, en este sentido, es lógica y respaldada por la ciudadanía, en general.
Por otro lado, el conflicto ha derivado en que gran parte de los ciudadanos y estudiantes se manifiesten en la necesidad de establecer aranceles a extranjeros no residentes (o sin acuerdo de reciprocidad educacional con sus países de origen): una cuestión opinable que queda en manos del Congreso, eventualmente, o de la autoridad que corresponda
Finalmente, en relación al actual estado de cosas, se han subido al conflicto los oportunistas de siempre, a los que todos conocemos: ya sabemos quiénes juegan ese partido, aunque, lamentablemente, algunos no puedan reconocerlos.
Este conflicto innecesario ha sumergido a distintos sectores de la sociedad civil y política “en un mismo lodo, todos manoseaos”, al decir del maestro Discépolo; un “cambalache” donde nadie gana y todos pierden. Por eso es dable esperar un espacio de reflexión por parte de todos los jugadores que dominan las dos caras de esta moneda, en el que puedan encontrar un punto de equilibrio que evite una confrontación innecesaria en un momento en que el Gobierno ha obtenido indiscutidos logros y objetivos, debidamente ejecutados, preservando el acuerdo de quienes han apoyado este cambio y sus costos, pero que no pueden aceptar que se le corte las piernas a “m’hijo el dotor”.
Abogado y consultor en Derecho Digital; profesor de la Facultad de Derecho de la UBA y de la UA