Un Colón multiuso con un público para el que todo vale
Había una vez un Teatro Colón magnífico que más allá del prestigio de su acústica gozaba de otra fama en el mundo entero: la de un público entusiasta y demostrativo, pero, sobre todo, culto. Era difundida la opinión de cantantes, solistas y directores relatando sus experiencias en una tierra remota en la que encontraban una sala de dimensiones inusuales y una audiencia que merecía el mayor de los respetos en virtud de su cultura musical.
Los años pasaron y el comportamiento del público se fue deteriorando, al punto de volver lejana aquella imagen distintiva de la educación argentina con que figuras legendarias ilustraban sus memorias en el siglo pasado. ¿Pero cómo se traduce esa cultura en un concierto? Mediante dos signos reveladores: el aplauso y el silencio.
Como en otros órdenes de la convivencia social, existen también para los conciertos reglas respecto de cómo y cuándo aplaudir. Si una parte de la audiencia deja de respetar esas reglas, queda roto el sentido de comunidad en torno a la música. Dos de los mejores cantantes del mundo –la soprano norteamericana Nadine Sierra y el tenor mexicano Javier Camarena– acaban de presentarse en el Colón con sendos recitales al piano.
En ambas fechas quedó expuesta la falta de conducta en un ámbito que solía representar lo más ilustrado del país. Hoy en día, los balcones del Colón bien podrían asimilarse a los de una tribuna deportiva desde la cual unos saludan a los gritos al artista en escena y otros le sugieren piezas como en una cantina de karaoke o transmiten un desaforado agradecimiento a fuerza de alaridos. A esas intervenciones se suman alarmas, teléfonos y toses, golpes de butacas y de puertas de palcos que se abren y cierran, gestos que generan malestar, pues bastan los desbordes de unos pocos para destruir el clima de un programa.
Otra muestra de este fenómeno es la irrupción de los aplausos fuera de lugar. A Nadine no se la dejó cantar. Fue interrumpida sistemáticamente por una parte del público que daba señales de un total desconocimiento de lo que estaba escuchando, cortando, por ejemplo, el inicio de un aria tan conocida como “Sempre libera” de La Traviata, o aplaudiendo entre piezas de un ciclo, lo cual forzó a la cantante a cometer un error incómodo e innecesario.
El punto culminante de esas torpezas es la invasión de quienes, con sus ovaciones a destiempo, se lanzan sobre el final de las obras, apropiándose, con un protagonismo que no les corresponde, de ese delicado y emocionante momento de concentración en que el pianista aún no ha retirado las manos del teclado ni el cantante ha vuelto con su expresión en sí.
En el caso de Camarena, ya en el escenario, postergó el inicio de la segunda parte aguardando a que los comensales de la cena-show que se serviría más tarde en el Salón Dorado regresaran tras el cóctel del intervalo. Lo hicieron de modo irreverente ante “el mejor cantante del mundo”. Desde el paraíso gritaban: “¡Qué vergüenza!”. Otros pedían disculpas por lo bajo. Mientras tanto, en el reino del revés, el tenor seguía parado esperando a que volviera el público. “Ahorita les canto algo…”, ironizó ante la mirada atónita de los habitués, indignados con una situación que en un solo instante simbolizó la decadencia y el desorden general en que vivimos.
Los que han heredado el orgullo de aquella antigua fama de la que gozaba el público argentino resumieron su amargura en un interrogante al unísono: ¿ha olvidado la gente las buenas costumbres a causa de la pandemia o es este el penoso resultado de tantos años de demagogia y programas de cumbia, de fiestas de rock y farándula en un Colón multiuso donde todo vale?