Reseña. El último Hammett, de Juan Sasturain
¿Por qué escribir hoy en la Argentina acerca de Dashiell Hammett, uno de los padres del policial negro estadounidense? Como Juan Sasturain (Buenos Aires, 1945) le explica a su "hipotético lector" antes de que comience El último Hammett, esta pregunta merodeó su trabajo durante más de 30 años, y al parecer seguirá dando vueltas ya que los "avatares de escritura y peripecias ulteriores de este libro –aclara– serán merecedores de una próxima crónica no menos novelesca".
Desde el comienzo, entonces, El último Hammett se apura a justificarse a sí misma. Primero como un acto de amor "a Hammett y a su literatura", y luego como un acto literario en sí mismo, ya que es "un desafío y una invitación al lector" del que Sasturain espera que, recorridas las 600 páginas de su libro, acuda también a sus "fuentes explícitas de inspiración" (la última novela inconclusa de Hammett, Tulip, y uno de los capítulos de la más famosa, El halcón maltés).
Sin más excusas, por su lado la novela parece consagrarse a algo distinto. En principio, a una ética narrativa para la cual la verosimilitud de una novela negra imaginada en la Argentina se mide, por ejemplo, por el tono de una vieja "traducción" española, detalle acerca del cual el autor tampoco deja de advertir desde el principio, tal vez anticipándose al eco algo absurdo del efecto. En tal caso, es la razón por la cual el "díscolo Samuel Dashiell Hammett", en camino hacia su propio entierro en Arlington, está rodeado de "muchachos" que usan "chaqueta", mujeres que van a "cafeterías" y amigos que dicen frases como "contigo se acabó mi tranquilidad" y ponen las manos en el "fregadero".
Por otro lado, personajes como Tulip, que persigue a Hammett con una misión secreta y le narra sus historias, representa con un entusiasmo alegre a quienes sin "bibliotecas, museos, colegios y cosas similares", cargan con sus propios temas "en el pecho" a la espera de transformarlos en una literatura que no sea "insoportablemente arrogante".
¿Es la novela policial, por lo tanto, un género popular? Y si lo fuera, ¿eso significa que puede escribirla (o leerla) cualquiera con la voluntad para hacerlo, sin ofrecer (ni demandar) alguna sofisticación literaria? Esa inquietud, explorada por Jorge Luis Borges hace casi un siglo, es una de las discusiones clave bajo la trama de la novela, y se vuelve más explícita cuando "el señor Fanesi", un argentino contemporáneo de Bioy Casares, le confiesa "el carácter de su deuda" con Hammett a Donald Poyton, un sparring que cree que Nathaniel Hawthorne es un boxeador.
Entre los dos extremos, aparece el escritor británico Roald Dahl (1916-1990), cuyo paso por la Real Fuerza Aérea inglesa en la Segunda Guerra Mundial, donde "lo habían derribado o se había caído solo en el desierto, se había partido el cuello y sobrevivido bastante entero", ofrece una combinación de "experiencia personal" y "biblioteca" con la circunspección necesaria para dialogar con Hammett acerca de cuándo se es y se deja de ser escritor. "Conozco decenas de tipos que escriben libros y que acaso nunca se enteren de que no son escritores", dice Dahl.
Estas discusiones no son irrelevantes en un libro que, como Sasturain le hace decir a Hammett, tiene que ver, por un lado, con el hecho de que "el yo del escritor está diseminado" y, por otro, con la tarea literaria de crear una trama propia a partir de fragmentos ajenos.
¿Cómo unir, al fin y al cabo, lo que la distancia y el tiempo mantienen separado? El último Hammett lo intenta mediante el proceso de forzar muchas más conexiones de las que resultan llevaderas en una novela. En el balance, el amor del homenaje es indudable aun cuando deja casi todo lo demás en el camino.
El último Hammett, Juan Sasturain, Alfaguara, 686 páginas, $ 749